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Salvando los matices propios de cada experiencia personal, somos felices cuando acumulamos relaciones interpersonales, no tanto por su número como por tejer un espacio que nos garantice afecto, intimidad y protección, siempre desde la igualdad y el respeto mutuo. El grado de intensidad de esos ... espacios compartidos dependerá del tipo de relación familiar o de amistad que unan a los afines. No estamos hechos para el aislamiento social, no solo por una cuestión biológica (las necesidades para vivir exigen el concurso de prestaciones ajenas), sino sobre todo por un equilibrio psicológico. Las terribles experiencias de personas aisladas y sin contacto por secuestros y circunstancias similares dejan unas secuelas, en caso de sobrevivir, que exigen mucho tiempo para ser superadas. No hablo de esa soledad impuesta de forma delictiva, sino de la más cotidiana, la que nadie impone de forma coactiva pero que sufren millones de personas a nuestro alrededor. Habrá observado el lector que digo sufren, y no que viven, ya que es habitual distinguir entre una soledad voluntaria y otra indeseada que es la que se sufre. El querer estar solos es una necesidad vital que de vez en cuando podemos desear en situaciones de presión o por otras necesidades psicológicas; estar con uno mismo de vez en cuando no viene mal; es más, nos puede ayudar a concentrarnos, aclarar ideas, o simplemente relajarnos. Por el contrario, sufrir la soledad indeseada constituye una experiencia que causa dolor. La tiene la persona que considera vital una llamada por teléfono, una carta, una voz dirigida a su persona, que se la considere, que no se la ignore. Recibirlas sería el mayor regalo en esas interminables horas que de manera inexorable machacan un cerebro muy tocado por la tristeza y por el abandono afectivo. Esto les puede pasar a personas de todo tipo y condición, mayores, menores, enfermos, personas con exclusión social, a unos se les nota a la vista y otros lo disimulan como pueden, pero el sufrimiento es el mismo.
La soledad se ha convertido en un problema de salud pública cuando es crónica, nos hace más vulnerables, con vida sedentaria, sueño de poca calidad, depresión, adicciones, y cuando afecta a los adolescentes y jóvenes, los convierte en carne de cañón para el acoso escolar, y en casos extremos, suicidios consumados o frustrados. No se puede mirar a otro lado, y las autoridades deben ejecutar políticas públicas para detectar los casos de soledad indeseada que pueda acarrear consecuencias nocivas. Pero en lo personal todos podemos ayudar a las asociaciones que atienden las llamadas desesperadas de ayuda, y de forma individual, pasar del socorrido «tenemos que vernos» o «te llamo» (que si hiciéramos realidad, no nos saldrían horas para tanta vida social), a sacar tiempo para echar un rato con nuestro conocido y que uno intuye que sufre el desgarro del silencio como interlocutor. Nos hará mejores, y recordando la canción de los Secretos, ayudando, nos habremos ayudado como sociedad civilizada.
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