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No hay peor desconsuelo que el que deja la ausencia no deseada e imprevista. Viene la realidad a desmoronar nuestra placidez cotidiana, el aquí y el ahora, el reloj que avanza; el vivir como en una eternidad; viene a desmontarlo todo. Como el niño en la orilla que construye el castillo de arena sin ser consciente de que siempre llegará una ola, u otro niño a aplastarlo. Hay vacíos más palpables que todas las abundancias.
Se llenan las ausencias de los seres queridos con retazos de memoria que guardamos de forma aleatoria. Me dijo esto, tenía esta costumbre, me comentó aquello, me abrazaba así. Decidimos en un pacto interno que esos fueron los mejores momentos juntos y quizá no lo fueron; o fueron los tuyos, pero no los suyos, y no supimos retenerlos en nuestra memoria porque no los valoramos entonces, ni somos capaces, por tanto, de recuperarlos ahora del olvido. Recordar hasta donde podamos es la única medicina que mitiga nuestra indolencia diaria, nuestro despreciar el paso del tiempo, en ese convencimiento de que siempre quedará más. ¿Qué son 24 horas si luego vienen otras 24, y le seguirán 24 más?
No andamos sobrados de tiempo, aunque vivamos como si así fuera, postergando lo importante una y otra vez, como si pudiéramos permitirnos el lujo de hacerlo maleable y doblegarlo a nuestro antojo. Como si la presencia fuera infinita. Entonces, el último fino grano del reloj de arena cae con el ruido ensordecedor de un estallido y deja una ausencia inmensa. La nada. Un hueco irreparable, un ya no habrá más de ti. Ni de mí contigo. Ni de nosotros, ni de nadie. Y descubrimos en el otro, en quien no está, esa fragilidad nuestra que desdeñamos, el 'memento mori' («recuerda que eres un hombre») de los generales de la Antigua Roma. El hoy está siendo; mañana, quizá no sea. O no sea con otra persona que quiero o que me quiere, o quizá no sea yo.
Los vacíos nos obligan a echar de menos lo que antes era ordinario, y que ahora se vuelve excepcional porque no lo reviviremos más, tan sólo en la memoria difusa, ya por siempre congelado en el tiempo. Tus buenos días, tu sonrisa; tus ganas de disfrutar de todo y de todos; tus gestos, tu voz; tu contar el tiempo en broma -«Ya mismo está ahí la feria», entre risas, un 2 de febrero-; tus besos en la mejilla en plena vorágine o en un día de mil demonios; tu presumir de tipazo a los cincuenta; tu devoción por ese turrón de chocolate que muchos aún no hemos comprado este año porque nos recuerda demasiado a ti y nos parecía casi faltarte al respeto; tus frases oídas en la Redacción que te mandábamos de tapadillo para que las leyeras en la cena de Navidad del periódico; tu forma de entender la vida... Tus fotos, siempre. Qué difícil todo a partir de ahora, Fefe. Dejas mucha, demasiada ausencia.
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