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Sin duda, el innegable éxito de la segunda mitad del siglo XX fue la consecución de las libertades y la democracia, el triunfo de los derechos individuales frente a las cerradas sociedades orientales que defendieron la fracasada e indeseable colectivización. La libertad, esa esfera sagrada ... de cada cual que en Occidente las leyes y las políticas respetaron y preservaron como derecho inalienable. Aquella frase mítica de «exijo mis derechos», miles de veces repetida en la vida cotidiana como en la descripción y los relatos de la misma, acuñada para siempre, llenaba de moral e impulso a los ciudadanos para seguir con sus vidas, tanto como a las nuevas generaciones que se incorporaban con fuerza para hacerse su propio hueco. Tras las terribles guerras mundiales, parecíamos haber aprendido la carísima lección del respeto y la paz. Los gobiernos, desde socialdemócratas a conservadores, pasando por los centristas, mostraban su convencimiento de no ejercer más control que el del mantenimiento de las estructuras institucionales dirigidas a velar por los derechos individuales de todos y las acciones de equilibrio social para no dejar a nadie atrás. Eran los tiempos de evitar las prohibiciones todo lo posible y, con letras de oro, el no sometimiento de las personas a más principios que no fueran la propia libertad, la convivencia y la solidaridad. Confiscar derechos y bienes se convirtió en lo más indeseable, interpretado de forma amplia y garantista.
En los últimos veinte años han llegado miles de adelantos y la hipercomunicación, la informática al alcance de todos hasta convertirse en esencial, los aparatos electrónicos, los semiconductores, el arrumbe de lo analógico y hasta lo puramente mecánico y en suma la dependencia de los geniales hallazgos y la puesta disposición de unidades de todo tipo en las manos de cada uno de nosotros. Todo adelanto conlleva unas condiciones, grandes ventajas y también inconvenientes. La indiscutible mejora de nuestros rudimentos, el increíble alcance de los de uso más personal y el perfeccionamiento de tantos artilugios, automóviles, electrodomésticos, navegadores, aparatos voladores pilotados o no, resortes de observación de elevadísima certeza, medidores, técnicas médicas y de microcirugía, robótica, etc. también nos analiza, condiciona y hasta obliga de forma exponencialmente creciente. Hemos progresado tanto que la intimidad se resiente de forma casi irreversible, se sabe tanto que la capacidad para decidir se limita por momentos, que la alta tecnología sepa ya mejor que nosotros lo que debemos hacer impide en buena parte que realmente podamos elegir y las acciones de control y prohibición se multiplican cada día.
Hay que estar atentos a aquellas voces, muchas de ellas dominantes, que hoy niegan la existencia del individuo y refieren con fuerza y desahogo que sólo tiene razón de ser la sociedad colectiva y que el derecho de la misma está por encima de las personas. Hay un camino más largo, que es el del respeto de los derechos individuales que, sumados uno a uno, conforman una sociedad más justa y sin ningún menoscabo. No podemos permitir que, a fuer de un mundo automatizado y sabihondo, se nos escape la libertad.
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