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ANTONIO LÓPEZ PELÁEZ. CATEDRÁTICO DE TRABAJO SOCIAL Y SERVICIOS SOCIALES DE LA UNED
Miércoles, 2 de abril 2025, 02:00
La Liga de Naciones de la UEFA 2025 me ha hecho pensar otra vez en las actividades que nos unen como seres humanos, que generan ... una identidad compartida, y que permiten el reconocimiento del otro. Y todo ello, en un entorno con reglas, donde derrota y victoria tienen sentido dentro de la historia del juego. Las reglas y los rituales son importantes, y las normas no se cambian arbitrariamente para favorecer a los nuestros. Los rituales nos permiten encontrarnos, reconocernos, evaluarnos, y establecen un límite a la voluntad de afirmación personal, al interés individual, y también al interés del grupo. Los límites dan sentido a las trayectorias, los discursos, las acciones. Crean el espacio para una interacción profundamente humana: ordenada, respetuosa, coherente. Y, por lo tanto, alejada de la pura supervivencia, el triunfo del más fuerte y la ley de la selva (si es que todavía se puede hablar de ley de la 'selva' en estos tiempos de ortodoxia woke). Como sabemos bien los profesionales del trabajo social, la interacción cara a cara, el reconocimiento del otro, fundamenta nuestra ética.
Ya lo decía Antonio Machado: «El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve». Las personas nos ven, están ahí, tienen identidad propia, y los rituales nos permiten encontrarnos. Los demás nos están mirando, y somos en la medida en que los reconocemos. Para eso necesitamos reglas compartidas, y romperlas tiene graves consecuencias. Imagínense que, para ganar al tenis, de repente modificamos todas las reglas, y así los nuestros pueden ganar una y otra vez (demasiado parecido a un pucherazo constante, ¿no?). El pucherazo se explica porque solo importa que gane nuestro grupo, mintiendo o comprando, y no importa el espacio de racionalidad compartida. Siempre hemos tenido intelectuales del régimen, que pueden ser además buenos poetas o novelistas o científicos sociales, pero que orientan su actividad al servicio de su ideología o del poder que les mantiene, atizándole siempre al enemigo, que debería desaparecer o mutarse en un seguidor fiel (y por lo tanto sin darle la oportunidad de ser adversario, ciudadano de un territorio común).
El derecho nos civiliza porque establece un campo de juego. Richard Sennett, lúcido sociólogo, trabajador social y violonchelista, insiste en la importancia de los rituales, del lenguaje, y de las buenas maneras para fortalecer la convivencia y reforzar los vínculos sociales. Y pone de ejemplo el lenguaje diplomático. En mi caso particular, me tiene asombrado cómo la degradación de los rituales deteriora la posibilidad de encontrarnos, reconocernos y establecer objetivos compartidos en la vida cotidiana, en la vida profesional y en la política, dentro y fuera de España. Recientemente, en un concierto en el Teatro Real de Madrid, una conocida política se pasó gran parte del concierto mirando su móvil, molestando con ello a los que estábamos cerca, y uno de mis amigos, violonchelista en la Orquesta Sinfónica de Madrid, percatándose de su comportamiento, me comentaba desolado: nunca tendrá mi voto. En un restaurante en Nápoles, también hace unas semanas (y ya es una experiencia manida), una pareja compartía mesa y mantel mientras cada uno atendía a su móvil, sin cruzar palabra durante al menos 40 minutos. Y finalmente, en una de las muchas comisiones de selección de profesorado en la que participo, fuera de España, algunos miembros de la comisión, y también del público, estuvieron consultando su ordenador / teléfono, escribiendo y enviando mensajes durante todo el ejercicio, tecleando con intensidad, y distrayendo a los demás. Después nos quejamos de los estudiantes, o de nuestros hijos, que solamente nos devuelven la falta de atención con las que los tratamos, dejándonos de hacer caso.
La desaparición de los rituales, de las normas y los espacios de encuentro, va unida a la afirmación del propio interés, personal o de grupo, sobre cualquier otro interés. Y lo que es más grave, anula la racionalidad, que implica encuentro, consenso y disenso, para centrar toda la actividad en la defensa del propio interés, grupo o posición. La actual polarización en las redes sociales, en la política, va unida a la pérdida del espacio común de encuentro. Frente a esta violencia y descalificación continua, que implica siempre una postura supremacista frente a los otros, es importante resistir como personas que se reconocen unas a otras. Personas que comparten rituales comunes y espacios de encuentro desde una perspectiva que, porque reconoce al otro, está abierta a la inclusión social, al encuentro y a la convivencia en sociedades superdiversas. Personas que pueden debatir sobre datos, sobre proyectos, sobre actuaciones (sin justificar la impunidad del propio bando, ni por supuesto la del ajeno). No solo podemos reducirnos a la Eurocopa o los triunfos deportivos (mientras nos dejen ese espacio de encuentro colectivo que es la selección española de futbol...). Desde las fiestas patronales a las juntas de distrito, desde la familia al trabajo, en todos los ámbitos podemos encontrarnos, acordar y disentir, y compartir rituales que nos permitan alumbrar lo mejor de cada persona en cada momento de nuestra historia común.
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