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Fue uno de los últimos ciclistas en blanco y negro. Y como tal, utilizado para ensalzar a un régimen político que andaba necesitado de vitamina social, deportiva, artística. Cualquier alimento que no estuviese directamente emparentado con los cuarteles. Bahamontes, Águila de Toledo. Reminiscencia del glorioso ... Alcázar, recordando a los héroes a fuerza de pedales. Y el hombre, apolítico, como los quería Dios y el caudillo, se dejaba querer. Lo suyo era la montaña y un poco también la picaresca. La chiquillería andaba en otra cosa. Di Stéfano, Kubala y un tal Gento que apuntaba maneras. De modo que al ciclista aquel con pinta de trabajar en el taller de la esquina le confundíamos el apellido con el Bahamonde de Franco.
Uno lo vio ya retirado, haciendo apariciones televisivas en los veranos del Tour. Más o menos como aparecía cada año la madre de Manolete recordando al torero muerto o nos enseñaban al propio Franco calzando botas de agua en medio de un río truchero. Dicen que unos submarinistas nerviosos por la responsabilidad del trance le ponían las truchas en el anzuelo. A Bahamontes, en sus apariciones televisivas se le notaba la pelusa. Había sido el primer español ganador del Tour de Francia y daba la sensación de que quería ser el único. Echaba un poco de ácido sulfúrico sobre cada ciclista nacional que destacaba. Lo bautizaba con un par de elogios y a continuación sacaba la penosa preposición de los recelosos. Pero. Es bueno, pero... Sube bien, pero... Siempre había uno. Y cuando Luis Ocaña, probablemente el ciclista nacional más elegante de la historia, ganó su Tour en plena época de Eddy Merckx, Bahamontes tuvo que hacer de tripas corazón para soltar un tímido aplauso.
Lo de Perico Delgado, y no digamos lo de Indurain, lo cogió ya vacunado. Además, siempre le quedaba, y con razón, el argumento de la épica, de la leyenda. De cuando los ciclistas no conocían otra droga que poner la cabeza bajo una fuente del camino o meterse entre cuerpo y espalda un carajillo atómico de coñac, agua y azúcar. Y volar, volar por carreteras infernales. Sin microfonía interna, sin expertos en nutrición ni cascos aerodinámicos. Una gorrilla de fontanero, una bicicleta que pesaba diez veces las de ahora y unas carreteras con el asfalto bombardeado. Y allí, abriendo paso a aquella tropa de esforzados, en aquella serpiente mucho menos multicolor que la actual, estaba él. El amigo de las nubes. Águila o pájaro de cuidado. Pero en cualquier caso un pionero, miembro destacado de una cofradía que entonces inexistente y que ahora se llama deporte de élite. Y a quien, eso sí, nunca nadie le puso la trucha en el anzuelo.
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