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Como idea, sobre el papel, sonaba bonita, moderna, ecológica, avanzada. Propia de sociedades europeas del norte, civilizadas, correctas, metódicas... Sólo que allí, con tanta nieve ... y tanto hielo en las calles, a los patinetes hay que ponerles (mini) cadenas. Bromas aparte, la base teórica era crear un sistema de micromovilidad comunitario, con múltiples opciones, que te permitía ahorrarte la caminata en la llamada «última milla», para moverte unos pocos kilómetros por las calles de la ciudad. Era un alquiler por lo general algo caro, pero a cambio resultaba bastante divertido, y por momentos se pagaba con gusto, con tal de no llegar sudando a los sitios en los días de calor asfixiante.
El Ayuntamiento de Málaga, como muchas otras grandes capitales, acogió las propuestas como signo de modernidad, porque además los patinetes eran eléctricos y no contaminaban. Quien más, quien menos se subió al carro de las dos ruedas. En Málaga concretamente se habilitaron aparcamientos específicos y señalizados en casi todos los barrios, y una normativa expresa para poder usarlos. Se llegó a acuerdos para que la tecnología evitara, por ejemplo, poder circular y aparcar en las calles peatonales del Centro, y se buscaron formas para tratar de hacer cumplir las normas.
Pero la realidad humana es tozuda y tardó poco en imponerse. Alquilar los patinetes era demasiado caro para los locales y tardaron poco en convertirse en una atracción turística más; en manos de energúmenos sin ningún tipo de conciencia ni respeto por los peatones, que se vieron acosados y desplazados de las aceras. La gente los dejaba tirados, porque decir aparcados era mucho decir, en cualquier parte. Con demasiada frecuencia se usaban como herramienta para actos vandálicos, colocados a propósito para fastidiar en las aceras y en los sitios más insospechados. Era habitual ver a dos subidos en el mismo patín y hubo cientos de incidentes con viandantes y con conductores por el incivismo general. Es verdad que había pocos sitios donde aparcarlos legalmente, y las empresas tampoco pusieron lo suficiente de su parte para evitar que sus vehículos molestaran a los ciudadanos.
Al final, el clamor contra esta forma de movilidad compartida se ha impuesto y el Consistorio ha terminado por darle carpetazo en las calles a una experiencia que ya es historia del transporte público urbano. Y es que, más allá de la utopía del mundo feliz, queda claro una vez más que nada que dependa únicamente de la buena voluntad de la gente, sin normas ni controles, puede funcionar, nunca.
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