La tribuna

Acogerse a sagrado en el siglo XXI

Pensar que hoy, en el país que nació dando la bienvenida a la libertad, se pueden poner grilletes a quienes se recogen en un espacio que consideran sagrado, genera un miedo hasta ahora desconocido

José F. Jiménez Trujillo

PROFESOR DE HISTORIA

Sábado, 8 de febrero 2025, 01:00

No se trata de una lección de Historia medieval. No es el caso. Y, sin embargo, resulta inevitable que la expresión de «acogerse a sagrado» venga a la memoria después de escuchar que la nueva administración del presidente Trump quiere imponer las redadas en escuelas, ... hospitales e iglesias para la captura de inmigrantes ilegales. Esta expresión, tan ajena a nuestro lenguaje habitual, significó en su tiempo una verdadera salvaguarda para los perseguidos por causa de la justicia. Una vez traspasado el atrio de una iglesia, se otorgaba, salvando todas las distancias con el mundo de hoy, una especie de derecho de asilo. Mucho más cercano en el tiempo, aquellos que peinen todas las canas recordarán el cobijo que en los últimos años del franquismo dieron muchas iglesias a movimientos sindicales entonces también perseguidos por un régimen sin libertades.

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Pensar que hoy, en el país que nació dando la bienvenida a la libertad, se pueden poner grilletes a quienes se recogen en un espacio que consideran sagrado, genera un miedo hasta ahora desconocido. Nos hace pensar en el Medievo, un tiempo muy anterior a la mítica Constitución americana de 1787, que acabó siendo un referente en la Historia. Más acá, Europa parece guardar una discreción brumosa, un temor reverencial para no provocar a sus propios fantasmas. Si, como se argumenta con frecuencia, esta Europa puede acabar en un gran museo, no va mal encaminada. Desde más allá del océano habrá quien la pueda pensar compatible con el gran resort que algunos imaginan construir en Gaza, previo desalojo de todos los palestinos.

Afortunadamente, siempre hay alguien que se eleva sobre el bochorno y ve desnudo al emperador. La voz de la obispa de Washington ha sido tan sonora que más ha parecido la voz de quien clama en el desierto. Desde el mismo púlpito en el que Martin Luther King pronunció su último sermón antes de ser asesinado, la obispa Mariann E. Budde pidió misericordia, piedad, compasión para con los inmigrantes que asumen las fatigas domésticas y laborales de la cristiana clase media americana, para todos los que ahora tienen miedo por vivir una sexualidad discriminada. Lo hacía ante los ojos incrédulos del presidente y ante rostros impasibles o escandalizados en su propia hipocresía. Menudo desacato.

Se dirá que es sólo una homilía, un testimonio moral. Pero a día de hoy no es poco construir un modesto caballo de Troya que ya ha navegado por las redes que se frecuentan tantas horas. Las mismas redes con las que sus magnates, ahora invitados a la mesa del emperador, manejan los hilos -los algoritmos- del inmenso teatro de guiñol en el que todos participamos. Con todo merecimiento, la homilía de la obispa debería leerse y repartirse en todas las iglesias de nuestra tibia Europa. En todos los templos de las religiones del Libro. Sería un magnífico ejemplo de ecumenismo y, sobre todo, una advertencia ante la marea xenófoba que va calando en tantas conciencias.

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Y es el momento, una vez más, para la iglesia de Roma; para la que cuando era un poder fáctico abría sus iglesias y catedrales, entonces inviolables, a todos los desesperados. Ahora no lo es como entonces, pero su voz sí viene siendo una bandera en la defensa de los derechos humanos, en el cobijo obligado de los inmigrantes. Los medios deberían ayudar a que esta voz suene tronante en esta farsa, con toda la autoridad moral que ha permitido durante estos últimos siglos en Occidente inspirar las leyes con un humanismo de tradición cristiana. Hay muchos creyentes que vagan irredentos en su propia fe, que necesitan oír aquello de que «vosotros sois la sal de la tierra» y, aún más, que a los tibios «voy a vomitar de mi boca». Porque puede que no quede espacio sagrado inmune ante la agresión del poder civil, pero sólo desde el espacio también sagrado de la propia conciencia será posible cualquier reacción ante el atropello.

Convendría terminar haciendo algo de pedagogía en tal sentido en nuestra ciudad. La llamada Puerta de las Cadenas de nuestra catedral marca el límite del atrio donde en otro tiempo el perseguido se acogía a sagrado frente al poder civil. Ahora es bullicioso tránsito de turistas ajenos a su historia. No buscan oír una homilía, cada vez más escasas en un ambiente descreído, sino disfrutar de su evidente atractivo monumental. Cuesta imaginarse un día en que fuera refugio de inmigrantes sin papeles y, más aún, que sus puertas tan nobles se abrieran para su desalojo y detención. Parece una distopía. Es tan inimaginable como pensar que una horda de salvajes asaltase el Capitolio en Whashington, un espacio considerado inviolable hasta en la conciencia más dudosamente democrática... Hasta ahora.

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Por eso es conveniente tener siempre preparada la homilía para acoger a sagrado en el siglo XXI.

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