Uno recuerda aquella fiebre de final de los sesenta que impulsaba a todo el mundo a ser moderno y a arramblar con cualquier vestigio que supusiera antigüedad. El pasado se identificaba con la miseria. La verdadera fe era la demolición. Era la época en la que salvajemente se arruinaban paisajes urbanos, no como luego e incluso ahora puede hacerse, con nocturnidad y disimulo, sino a las bravas, con el orgullo de quien emprende una carrera espacial o se libera de las ataduras de una opresión humillante. Todo lo que hoy es 'vintage' era entonces basura. En Málaga fue el tiempo del urbanismo más fiero. El Perchel fue arrasado y la ciudad sacudida por un voraz seísmo especulativo, como si el mismísimo Valerio Lazarov nos hubiera hecho objeto de su desquiciante modo de ver el mundo.
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Respondiendo a ese golpe de péndulo que desgració tanto patrimonio se creó una sana conciencia proteccionista. Y todos empezamos a caminar hacia el otro lado del arco. Pasado el punto que indicaba el término de lo razonable seguimos avanzando hacia los terrenos de un nuevo corsé. El pasado, por el mero hecho de serlo, era digno de salvaguardarse, y todo aquello que provienese de él debía considerarse una reliquia, fuese un mármol esculpido por Miguel Angel o las basuras que el naufragio del tiempo arrojaba a nuestra orilla. El valor estético, artístico o cultural, en el sentido más amplio del término, quedaban supeditados al carbono 14. De ahí puede entenderse que en algunos rincones patrios preserven algunas tradiciones salvajes por el simple hecho de llevar siglos practicándose. Solo así entiende uno que puedan defenderse a ultranza cosas como la pensión La Mundial, que no tiene otro valor que haber aguantado de pie un poco de tiempo y que no es ni arqueología ni arte sino costumbrismo de saldo.
Pero ahora no se trata de La Mundial, ahora andamos a vueltas con la futura y posible torre del puerto. Más allá de las dificultades administrativas que el caso plantea y del beneficio económico que puede aportar a la ciudad -algo que no debería pasarse por alto alegremente-, el debate se centra en considerar si esa torre es producto de un vano afán modernizador al penoso estilo de hace medio siglo o supone una clara mirada al futuro. Y visto lo visto, uno se decanta por esta segunda visión. ¿Que la torre supondrá un impacto en el paisaje? Sí, evidentemente. Y que será un mensaje. Un mensaje del tipo de ciudad que Málaga es y quiere ser. Asumir nuestra identidad y potenciarla. Málaga no es Toledo ni Florencia. Si hay una ciudad ecléctica en el sur de Europa, esa es esta. Eso no supone una apuesta por el pastiche. Cuando en su día se pretendió que el máximo exponente del nuevo puerto fuera un hipermercado, una plataforma ciudadana se levantó en contra del despropósito. Se añoraba un nuevo edificio emblemático. Quizás el proyecto que ahora hay planteado no sea un Kursal malagueño, pero apunta hacia una imagen nueva, y real, de lo que somos.
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