El resultado más positivo del PGOU/83 fue sin duda el haberle proporcionado a la ciudad una estructura sólida sobre la que poder reinventarse y proyectarse hacia el futuro de entre un amasijo informe de edificios, construidos inescrupulosamente en la época del desarrollismo, sin que el espacio público resultante tuviera los mínimos atributos de lo urbano. Podemos decir que, en esta ocasión, la forma de la ciudad era su verdadero contenido, tal era la carencia de significantes de urbanidad. A partir de entonces, y tras los sucesivos planes, Málaga ha experimentado un cambio espectacular, aunque los fulgores de su impostado Centro Histórico ensombrezcan en una oscuridad periférica todo el inmenso trabajo de regeneración, accesibilidad y equipamiento invertido en sus barrios.
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De ser un trasfondo inerte la ciudad empezó a tener una conciencia de sí misma como un valor cultural en tanto que producto humano, pasando de un generalizado desinterés por el entorno a la reivindicación permanente de lo comunal, hasta el punto de que no hay ciudadano que no lleve hoy bajo el brazo una propuesta para las eternas asignaturas pendientes: Repsol, Guadalmedina, Baños del Carmen, Hoyo de Esparteros, etc. El problema es que, en urbanismo, lo que se reivindica desde los impulsos afectivos luego tiene que ser tramitado desde el positivismo de una ciencia y el apremio de la realidad, y ahí es donde empiezan los problemas porque, más allá de ese brindis al sol de la participación ciudadana (pocos se atreven a delatar cuán fraudulento y manipulable puede ser hoy este concepto), lo que entra en juego es la capacidad de decisión del político y la profesionalidad del urbanista. En resumen, determinación e ideas, aunque se prefiera recurrir a la demagogia, al irreflexivo automatismo del tópico y, en definitiva, a contarle a la clientela lo que quiere oír, aunque sea un disparate. La política hoy no da para más.
Pero hay cariños que matan, y ese amor desenfrenado por lo patrimonial derivó, merced al tópico, en una defensa ultramontana de algunos valores del pasado por el simple hecho de pertenecer al pasado, coartando la posibilidad misma de que se abrieran paso los valores culturales del presente. Y este sentimiento profundamente reaccionario se manifiesta no solamente en algunas reivindicaciones urbanas que están en la mente de todos sino que ha afectado al mismo lenguaje. La obtusa corrección política ha desvinculado el significante de algunos conceptos urbanísticos del significado que le es propio, derivándolo hacia un intempestivo terreno ideológico. Por ejemplo, el metro en superficie o soterrado no es aquí la traducción de unas alternativas técnicas de transporte colectivo, sino el significante de una posición de izquierdas o derechas, de la legitimidad municipal frente a la perfidia de la Junta; un edificio de doce plantas es una torre aberrante, pero uno de cincuenta es un icono; el ladrillo es malo, el verde es bueno; el coche es perverso, la bicicleta, sublime... y así, entre cientos de eslóganes mostrencos llegamos a contraponer la intrínseca ferocidad del tráfico rodado frente a ese culmen de la excelencia moral que son los espacios peatonales.
Claro que muchas peatonalizaciones nos han descubierto en las ciudades infinidad de valores ocultos por el tráfico rodado, aunque sea éste el que nos lleve a los hospitales, a las playas o al trabajo cotidiano. Así ha ocurrido con el Centro. Pero la peatonalización ha de servir para reencontrarnos con la escala humana de la ciudad, en la plenitud de sus atributos diversos, no reducida a un impostado escaparate para consumo esporádico de visitantes. La centralidad, sí, está para representar la ciudad, pero también para vivirla, y vivir es algo más que llenar de bares y saltimbanquis el espacio público. Ahora se habla de la interesante iniciativa de peatonalizar la Alameda, epicentro de la centralidad dieciochesca. En el PGOU/83 apuntábamos que volviera a ser el bulevar que fue, pero es que la imperiosa necesidad de contar con significantes de lo urbano tradicional nos llevó a diseñar paseos, plazas, bulevares, exedras, etc., como si, acelerando el tiempo, Málaga tuviera que ponerse al día de la ciudad tardobarroca que no llegó a culminar del todo, aunque hoy haríamos bien en olvidar la nostalgia y aplicar nuevas lentes a problemas urbanos nuevos. De ese hambre de clasicismo surgieron anchísimas calles en las distintas zonas de crecimiento, como en Gamarra (avenida José Iturbi), Huelin (avenida Tomás Echevarría) o Teatinos (calle Navarro Ledesma) con dos calzadas laterales y un paseo peatonal en el centro... por donde no transita un alma. Son calles espléndidas, con escultura y todo, sí, pero más para darle prestigio social a las promociones inmobiliarias del entorno que para proporcionar el flujo aglutinante de la vida de barrio que, en la ciudad mediterránea, se escenifica en las aceras. Por eso, siendo la peatonalización de parte de la Alameda un proyecto estimulante, no estaría de más considerar la alternativa de crear unos 'bulevares laterales', es decir, unas grandes aceras a pie de las casas, lugar de vivificante paseo y oxígeno para la actividad comercial, dejando la calzada rodada en el centro, cuya existencia ha de ser funcionalmente cómoda para unos tráficos entre el Este y el Oeste de la ciudad, tan insoslayables como intensos, pues no vaya a ser que con tanta peatonalización tengamos que recurrir a la utilización masiva de los coches voladores, aún en fase experimental.
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