El pasado puede ser el lugar de las formas sin fuerza, como señala Paul Valéry. Pero, a veces, sobre la corriente desfiguradora del olvido, las construcciones de la humana inteligencia se alzan poderosas iluminando con formas y mensajes de otros tiempos a un paisaje que quedará tocado por la belleza de la factura prodigiosa o el seductor misterio de los signos. Son artificios que hablan a los ojos, pero también señales, huellas de intenciones que piden ser desveladas en sus precisos significados o que provocan la libre interpretación de la imaginación en su permanente recreación de lo real. Y todo bajo la férula de una simétrica paradoja; pues si, en imagen de Pessoa, Dios permite que lo que no existe sea intensamente iluminado, partes de lo que sí existe, esenciales para su entendimiento, guardarán bajo tierra durante siglos sus secretos para quienes sepan buscarlas y sacarlas a la luz o redimirlas de permanecer entre lo que nunca antes había sido objeto del pensamiento.
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Así, hoy, en el esplendor de su solemne reconocimiento como patrimonio mundial, rescatada de la invisibilidad causada por los pliegues del tiempo y la ceguera para distinguir la reservada y sutil armonía concertada a lo largo de siete milenios, se nos ofrece la polifonía monumental megalítica desplegada en el paisaje de Antikaria, en su completa y conexa arquitectura de sonoras conchas posadas sobre el fondo emergido de la primitiva matriz marina; invocación coral y réplica sumisa, pero orgullosa, a la suprema armonía de los planetas en el cosmos.
Música de las grandes piedras, polifonía de voces incorporadas con intervalos de siglos a una escena acordada tras cada nueva construcción y todavía no explicada en el significado global de su escritura ni en la concepción y ejecución de cada uno de sus elementos más allá del acervo de observaciones y teorías avanzadas por la arqueología. Pero las señales del pasado, en el coral rumor del conjunto antequerano, animan a la conjetura, pues algunas correspondencias que sugieren el paisaje y las obras excavadas son demasiado seductoras para que la imaginación se contenga en su ansia de abrir el camino al conocimiento.
Es música que habla a nuestra imaginación, no solo a nuestra lógica indagatoria; y si en Menga no nos deja olvidar el reflejo de la luna en lo que fue lago, en la serrana cueva del Toro ha guardado para nosotros la más antigua y realista ilustración del origen de Venus naciente del cuerpo del mar, exactamente de una de sus conchas, y con ella noticia emocionante de las manos y el espíritu de quien la talló, artista y observador sobre el paisaje sonoro de Antequera, donde el mar, las tumbas y Venus, gracias también a él y a los poetas que hasta hoy le han seguido, se reúnen en el templado esplendor de la belleza desvelada y perdurable.
Como ayer en el mar de Jonia o frente a la playa de Séte, hoy en el Torcal y la vega de Antequera refulge el tiempo, y nadie debería dudar de que soñar es saber.
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