Resulta imposible perder si te haces trampas al solitario. Un mal de muchos, un consuelo de tontos, lo mismo untado en los juegos de azar que en las expectativas vitales. Esa bipolaridad neurótica asoma con frecuencia en los argumentarios de los proyectos pagados con dinero publico. Primero se convocan a los zahoríes del esoterismo contable para que elaboren un informe de impacto económico. Ahí se buscan las primeras coartadas. Y cuando las cuentas del futuro no cuadran en el presente, se invoca a «lo intangible» en un exorcismo contra los fantasmas de la decepción.

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Ha vuelto a suceder con las filiales del Pompidou y del Museo de Arte Ruso de San Petersburgo que ahora cumplen su primer aniversario. Y es lo único que han cumplido en el frío terreno de los datos. Ni la cifra de visitantes ni la de ingresos en taquilla han estado a la altura marcada por los propios responsables de ambos centros. La previsión de afluencia suele ser una moneda común en estos casos, no así los tintineos de la caja registradora. En medio del páramo de la crisis, los rectores municipales decidieron sacar el paraguas más grande que tenían a mano ante la amenaza de los nubarrones negros de las críticas y las dudas, presentaron con todo el boato un informe de impacto económico de 18,4 millones de euros (ojo, sólo eso con el Pompidou) y unos cálculos de ingresos en taquilla que han quedado por debajo de la mitad de lo esperado en el Museo Ruso y algo por encima del Cubo medio lleno en la franquicia gala.

Los datos son malos, lo son por comparación con las cifras y las expectativas creadas por los promotores de ambos museos. Cuesta poco imaginar los pechos henchidos de orgullo y satisfacción si las previsiones numéricas se hubieran cumplido o superado. No ha sido así y, sin embargo, sigue habiendo criterios objetivos para la albergar cierta satisfacción. También para el orgullo gregario y la autoestima. Quienes miren de puertas afuera encontrarán en el Pompidou y en el Museo Ruso nuevos reclamos promocionales a un mapa bien nutrido de marcas museísticas. Quienes miren hacia adentro tendrán, por ejemplo, la experiencia de los creadores locales que han sido invitados (y pagados, no como en la Noche en Blanco y productos similares) para presentar obras realizadas ex profeso para los nuevos museos. Hablan esos artistas de complicidad y respeto en los equipos que insuflan vida a ambos recintos, hablan de una manera de trabajar rápida y eficaz que es mejor no comparar para no caer en la tentación odiosa. Hablan los creadores venidos de la periferia del circuito alternativo -de apartamentos convertidos en salas de teatro, de pisos como galerías de arte- y desmontan muchos prejuicios.

Ahí lo intangible. Como escuchar entre los compañeros de la Redacción la anécdota de sus hijos pidiéndoles ir a los museos. Algo impensable cuando iba al colegio. Entonces nos llevaban pasar el día a un vivero, a la fábrica de Donuts, a la Comisaría de Policía (algunos regresaron después) o la planta embotelladora de la Coca-Cola. Ahora van a los museos. Y esa educación visual y cívica, ese goteo sobre el campo abonado del futuro justifica una inversión pública acometida con responsabilidad, transparencia y rigor. Después, que vengan los turistas, si quieren. Y las trampas al solitario.

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