La rapidez con que se producen los cambios tecnológicos, hace que lo que hoy es nuevo, mañana ya sea viejo. No sé si soy una excepción, pero tanto avance me causa agobio, seguramente sea estrés, y me produce malestar manifiesto el bombardeo simultáneo de diversas ofertas. Añoro los tiempos en que se podía ver un programa de televisión sin que cada treinta segundos media pantalla quede ocupada por la autopromoción de los programas de la parrilla; algo, sin duda, mucho más molesto que la publicidad. Dentro de esta dinámica de las denominadas nuevas tecnologías (cada vez más veteranas), aumenta el número de voces que vaticinan una desaparición -a mediano plazo- de los libros convencionales en papel y también las ediciones impresas de los periódicos. No solamente están siendo reemplazados por los libros electrónicos, sino que los nuevos soportes multimedia (en tamaños muy reducidos que pueden llevarse en el bolsillo) ofrecen en el mismo artilugio telefonía móvil, Internet, televisión y naturalmente libros electrónicos. Sigue sin gustarme el 'junto y revueltos' que las nuevas propuestas intentan imponer (y lo conseguirán porque en el fondo se encuentran los intereses económicos). Si usted se encuentra ahora leyendo esta reflexión es porque sigue prefiriendo el periódico tradicional, de lo contrario habría recurrido a la edición digital. Todo invento multimedia que se pone en el mercado, se hace con la planificación muy premeditada para que quede obsoleto dentro de unos meses; es más, ya está fabricado y almacenado para la posterior venta, la nueva generación que sustituirá a todo lo actual, a final de año o principios del próximo. Hasta el momento la obsolescencia programada afectaba exclusivamente a determinado bienes de consumo, pero en la actualidad no se salva ningún sector y los plazos cada vez son más cortos. Parece que no hay manera de luchar contra ello. El hecho de que los libros impresos terminen por desaparecer, acabará también con un ritual que miles de lectores hemos practicado desde que, siendo niños, nos inocularon el virus de la lectura: el tocar (casi acariciar) y oler (con cierto grado de embriaguez) los libros recién editados o los encontrados en una librería de viejos ejemplares, generalmente difíciles de conseguir. Formaba parte del ritual de las visitas a las librerías. Los marbelleros de mi infancia contábamos con la posibilidad de tener esa experiencia en la ciudad, aunque las verdaderas librerías se encontraban en Málaga (especialmente recuerdo la de Pepe Negrete, en calle Granada). En Marbella fue pionero Andrés Mata, era la librería-papelería de 'Matita' (así se le llamaba por su pequeña estatura) y que había iniciado el negocio en plena guerra civil. Continúa abierta. Posteriormente llegó la de Arturo Rivera, situada en los bajos de una vivienda entre la Plaza de la Victoria y la calle Estación. También tuvo Arturo la que seguramente fue la primera imprenta de Marbella. En mi formación como lector tuvieron mucho que ver otras dos librerías-papelerías: la 'Universal', que se encontraba en la Plaza de los Naranjos y la que, entre la Plaza de Benalmádena y la calle Castillejos, tuvieron en los años setenta Encarna Cantero y su marido Juan. De mi discurso nadie deberá entender que me declaro en contra del progreso tecnológico (sería un absurdo), pero sí de la convivencia entre ambos procedimientos. Algunos rituales son muy sanos y entre ellos no pueden olvidarse el consultar títulos en una librería, hojear y ojear las páginas de sus libros, o el salir de mañana (los domingos especialmente) para adquirir los periódicos. Habrá que ir imaginándose una feria del libro en la que no existan ediciones como hoy concebimos y sean exclusivamente ejemplares electrónicos. Ya hay sistemas educativos que anuncian la supresión de la caligrafía en las aulas; llegará el momento en que el autógrafo será parte del pasado. Es posible que el libro tradicional termine por desaparecer porque a los cambios de los tiempos nadie puede resistirse, pero llegará también al libro algo que hasta ahora le era ajeno: la obsolescencia programada. La verdad, no puedo alegrarme, aunque tampoco sea cuestión de ponerse a llorar.
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