Una obra de arte es simultáneamente un bien de consumo duradero, ya que proporciona un disfrute a lo largo del tiempo, y un activo similar a una inversión financiera que oscila en el mercado
JOSÉ MANUEL DOMÍNGUEZ MARTÍNEZ
CATEDRÁTICO DE HACIENDA PÚBLICA DE LA UNIVERSIDAD DE MÁLAGA
Sábado, 13 de junio 2015, 11:33
La noticia ha dado la vuelta al mundo. Un lienzo de Picasso, 'Les Femmes d'Alger', ha batido el récord histórico del precio alcanzado por una obra de arte en una subasta, al adjudicarse en 179 millones de dólares. Las reacciones no se han hecho esperar ante este hecho insólito, desencadenando una serie de análisis, y muchas más especulaciones, acerca de las claves de tan llamativa adquisición.
Aunque pueda haber una inclinación a enfocar este tipo de operaciones como si se tratase de inversiones en activos financieros, existen de hecho algunos rasgos especiales cuando el objeto de la compra es una obra de arte de un artista fallecido que la convierten en un bien económico extraordinario, como hace años destacaba J. P. Stein. Antes de adentrarnos en las razones por las que alguien decide incurrir en un desembolso tan cuantioso en un cuadro, puede ser útil repasarlas:
Una obra de arte es simultáneamente un bien de consumo duradero, ya que proporciona un disfrute a lo largo del tiempo, y un activo similar a una inversión financiera, representativa de un valor que puede oscilar en el mercado y que puede cederse temporalmente (con unos elevados costes operativos) a cambio de una renta.
A diferencia de las acciones, las obras de arte no generan dividendos monetarios, requieren importantes gastos por seguro y mantenimiento, y sus costes transaccionales son muy elevados.
La oferta de obras de arte de artistas fallecidos es fija y, en el caso de creaciones concretas, única e irrepetible.
Cuando se exponen en un museo tienen el carácter de bienes colectivos, en el sentido de que pueden ser apreciadas simultánea o secuencialmente por los visitantes del centro donde se exhiban.
Una vez que alguien adquiere una obra para su colección particular, pasa a convertirse en un bien estrictamente individual. La posibilidad de contemplación de la obra queda determinada por la voluntad del propietario, que se convierte en un monopolista.
Se trata de bienes especulativos en la medida en que la demanda determina la evolución del precio futuro y el precio futuro esperado determina la demanda.
Cuando uno observa las desmesuradas cifras ofrecidas por numerosas obras de arte suele tener la tentación de pensar que, en muchos casos, pueden obedecer a meros caprichos de los multimillonarios. No opina así el presidente de la firma de subastas Christie's, donde se adjudicó el mencionado cuadro de Picasso, ya que sostiene que los inversores son muy conscientes de lo que vale cada objeto y toman sus decisiones de forma extremadamente meditada. Las obras de arte, desde esta perspectiva, se asemejarían a los activos financieros.
Sin embargo, como apunta J. Gapper, el valor financiero de cualquier obra de arte sigue siendo tan desconocido e intangible como la sonrisa de Monna Lisa. Los economistas que han estudiado la evolución de los precios de las creaciones artísticas concluyen que fluctúan sin rumbo fijo, sin que sea nada fácil poder llegar a discernir su valor intrínseco.
Siendo lo anterior también aplicable al cuadro de Picasso, cabe especular con que el comprador debe de valorar extraordinariamente el privilegio asociado a la posibilidad de su disfrute en solitario o mediante su exhibición en círculos selectos. Ello, naturalmente, aparte de su manifiesta capacidad de inmovilizar semejante importe, sin garantía de recuperación inmediata en un mercado tan estrecho, ilíquido y opaco. En tal sentido, W. Baumol calificó las obras de arte como una elección racional para aquellas personas que derivan una alta tasa de rendimiento del placer estético o conceden una gran importancia al estatus social.
De hecho, las inversiones en arte tienden a generar un rendimiento inferior a las inversiones en acciones de empresas. Con todo, algunas inversiones cuantiosas, aunque arriesgadas, parecen posibilitar ganancias sustanciales a largo plazo. Así, por ejemplo, la obra de Picasso había sido adquirida en 1997 por 32 millones de dólares (unos 47 millones a precios de 2015), según nos recuerda J. McDermott.
Por otro lado, dentro de las singularidades de un mercado tan atípico, algunos analistas destacan como rasgo de extrema rareza que los coleccionistas acaudalados pujen en subastas en lugar de efectuar las adquisiciones a través de galerías.
Pero las dificultades de valoración no son exclusivas del mundo del arte. Están también presentes en el mundo del deporte profesional. Cuando el Real Madrid, C. F., pagó una abultada cifra por hacerse con los servicios del jugador Gareth Bale, un afamado columnista del Financial Times comparó la transacción con la compra de un Picasso: «una cosa bonita que confiere estatus a su propietario». Los especialistas en arte y en fútbol seguramente tienen criterios fundamentados para juzgar la procedencia de la comparación y discernir cuál de las dos operaciones puede ser más arriesgada.
Por mi parte, al abordar la vertiente contemplativa y analítica de la pintura, no puedo dejar de evocar la pasión con la que, a comienzos de los años setenta, el añorado profesor Agustín Clavijo nos transmitía a los alumnos del Instituto de Martiricos el carácter inabarcable e inconmensurable de las grandes creaciones artísticas. Como ilustración, enfatizaba el testimonio del insigne académico que, cada sábado, acudía al Museo del Prado para perseverar incansablemente en la contemplación de Las Meninas.
Aunque la vida profesional nos haya llevado por otros derroteros, de alguna manera, tantos años después, permanece viva la huella de aquel magnífico profesor de Historia del Arte, que, siguiendo a Camón Aznar, nos advertía de que «no existen leyes estéticas, ni una formulación de la belleza que se decante precisamente en unas formas determinadas. Las posibilidades de estimación artística son así ilimitadas e imprevisibles». En 1981 publicó un libro sobre las obras de Picasso en las colecciones particulares malagueñas, en el que sostenía que «el mundo picassiano, tan en actual efervescencia por los muchos intereses económicos que le acompaña, necesita reposo y orden en sus estudios de crítica artística», requisitos quizás no menos necesarios en relación con su valoración económica.
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