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LA TRIBUNA

Dejemos en paz la Constitución

Aquí el único liderazgo indiscutible es el de la nación española, que superó sin tensiones la Transición y hoy pide el mismo clima de entendimiento para afrontar juntos la crisis más grave de las últimas décadas

ELÍAS BENDODO. PRESIDENTE DE LA DIPUTACIÓN DE MÁLAGA

Sábado, 6 de diciembre 2014, 12:47

La política ofrece soluciones pero también crea problemas donde no los hay, y el debate sobre la reforma de la Constitución es uno de ellos. Ni es el momento, ni es necesario, ni somos capaces de alcanzar ahora el mismo consenso que en 1978. Esa fue la columna vertebral de la norma suprema aprobada por el conjunto de las fuerzas políticas de nuestro país y refrendada por los ciudadanos de forma mayoritaria hace ya tres décadas.

De aquella generación a ésta hay notables diferencias. Salimos de la escasez para nadar en la abundancia económica e informativa, todo ello a través de un largo proceso de esfuerzo colectivo que conviene recordar. Durante esos años hemos perseguido el crecimiento y también la unidad, rehuyendo de las fuerzas centrífugas que pretendían fragmentar el territorio y aplacando voces independentistas cuyo discurso ha ganado hoy en intensidad.

No es cuestión de embalsamar la Constitución y exhibirla en una urna de cristal cada 6 de diciembre, fecha que conmemora el día de su aprobación en referéndum. Ese ritual nos conduciría también al fracaso porque supondría un apego al pasado más propio de la serie 'Cuéntame' que de una nación invitada del G20.

Tampoco soy partidario del 'no' permanente y del rechazo sistemático a cualquier oferta de pacto que proceda de la oposición. Tumbar propuestas solo por su origen y no por el contenido es tan necio como negar la crisis económica cuando el rescate llamaba a nuestras puertas. En nuestro país hay mucha ceguera política y gran lucidez ciudadana. Cuando la gente nos pide acuerdos y transparencia, respondemos con portazos al sentido común, que no es otro que el diálogo y el entendimiento.

Reconozco que explorar esa vía es una de nuestras asignaturas pendientes como democracia. Desde alcanzar un gran acuerdo sobre educación, que aísle del debate político algo tan valioso como la formación de nuestros hijos, hasta el pacto por la sanidad que tanto anhela la sociedad.

Sin necesidad de irse tan lejos, asistimos a diario al rifirrafe entre la Junta de Andalucía y el gobierno central o entre los ayuntamientos y el gobierno andaluz por cuestiones competenciales que desembocan en bronca política. Pocos proyectos suscitan el consenso y es rara la iniciativa que no termina enquistada si afecta a administraciones gobernadas por distinto signo político.

El rosario de actuaciones paralizadas por el afán partidista o supuestas estrategias electorales es tan interminable como vergonzoso. Antes de abordar la cima del 78 habrá que hacer cumbres intermedias y se me ocurren muchos ejemplos donde comenzar a entrenar.

Con el paso del tiempo la Constitución se revaloriza y adquiere más importancia, sobre todo por su capacidad para resistir a los vaivenes políticos que la sitúan con frecuencia en el centro del debate. En este país hemos vuelto a juzgar el pasado, queremos sentenciar el presente y pretendemos condenar el futuro bajo el mantra facilón de '¡cambiemos la Constitución!'.

Conviene recordar que la 'leyenda' de esta norma comenzó con la venia de todos los españoles y su supervivencia depende también de ese consenso. Si abordamos el cambio desde la unilateralidad y el oportunismo informativo, habremos dinamitado su valor supremo, que también es el de la vigencia de las normas que recoge, por supuesto.

Cuando el CIS alerta del crecimiento exponencial de la preocupación ciudadana sobre la corrupción, creo que nos indica rotunda y claramente el camino por el que hay que avanzar. Gobernar de espaldas a esa realidad y forzar ahora un debate sobre la Constitución demuestra que nuestras agendas aún no se han sincronizado con la de los ciudadanos, a pesar de la retórica que desplegamos los partidos en cada intervención.

La Carta Magna es garantía de progreso, bienestar y estabilidad económica, la misma que necesitamos para consolidar la recuperación y rebajar las alarmantes cifras del paro que aún sufre nuestro país. En un escenario tan incierto como el actual no podemos experimentar con brebajes ni aumentar la temperatura del caldeado clima social.

Hemos irritado tanto a la sociedad que hasta los niños de doce años preguntan preocupados por los «políticos que roban», tal como me ocurrió hace unos días en un pleno infantil celebrado en Diputación con motivo del día de la Constitución. Los padres contagian su malestar a unos hijos que buscan respuestas de futuro, no excusas del pasado.

Y plantear una reforma constitucional no resolvería en absoluto nuestros problemas de convivencia ni de credibilidad. Tampoco suma puntos el que lo proponga, aunque es fácil dejarse seducir por esta idea y considerarlo una demostración de liderazgo político o de superioridad ideológica. Aquí el único liderazgo indiscutible es el de la nación española, que superó sin tensiones la Transición y hoy pide el mismo clima de entendimiento para afrontar juntos la crisis más grave de las últimas décadas.

La Carta Magna nos une más de lo que nos separa, vertebra nuestra convivencia y nos ha permitido alcanzar tal nivel de libertad que despreciarlo sería una falta de respeto hacia los españoles. Por ellos, porque sigue plenamente vigente y por la coyuntura que atraviesa España no es el momento de cambiar la Constitución. Ahora no.

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