Otras banalidades del mal
La jueza María Servini ha ido a poner el dedo en una llaga antigua, en una úlcera que solo dejará de sangrar cuando estos octogenarios de pasado azul mueran
Antonio Soler
Domingo, 16 de noviembre 2014, 13:12
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Antonio Soler
Domingo, 16 de noviembre 2014, 13:12
Una jueza argentina, 39 años después de morir Franco, ha señalado a unos cuantos exministros españoles como cómplices de crímenes. Martín Villa, Utrera Molina o Licinio de la Fuente han sido denunciados a la Interpol para resucitar la vergonzante muerte a garrote de Puig Antich en 1974 o los no menos criminales fusilamientos de septiembre de 1975, último golpe de efecto de un moribundo anciano que quería acabar su mandato haciendo honor a su contrastada crueldad. La jueza María Servini ha entendido ahora que aquel sanguinario canto del cisne necesitó de unos ayudantes imprescindibles. Autoridades que con su firma avalaron las ejecuciones o, como en el caso del epígono Martín Villa, pudieron instrumentalizar a la policía contra el pueblo. La jueza ha ido a poner el dedo en una llaga antigua, en una úlcera que solo dejará de sangrar cuando estos octogenarios de pasado azul mueran.
Que estos hombres estuvieron comprometidos con un régimen dictatorial -y en gran parte de su recorrido brutal- no es asunto a discutir, es un hecho. Otra cuestión es si ese proceso es factible, pues de ser así estaríamos ante la necesidad de rastrear los asilos y dejar la mitad de ellos vacíos por complicidades más o menos intensas con el régimen. Martín Villa, que solo llegó a la cúpula ministerial cuando Franco ya había muerto, o Fernando Suárez intentaron dejar atrás su pasado participando en la reconstrucción democrática. Otros, como Utrera Molina, se dedicaron justamente a lo contrario y hasta el día de hoy siguen reivindicando el franquismo como un periodo de gloria nacional. Solo hay que recordar cualquier fragmento del reciente artículo de Utrera a la muerte de Blas Piñar: «Nadie ofreció jamás un testimonio tan conmovedor, tan delirante en la lealtad a Franco». Eso es, delirante. Un discurso sacado de la noche de los tiempos y con la permanente exaltación de una España nacida del golpismo.
La jueza argentina, como cualquiera que se atreva a tocar este asunto, se adentra por un territorio minado que inevitablemente nos recuerda a Hannah Arendt y su fascinante libro -Eichmann en Jerusalén-, escrito a raíz del juicio que se llevó a cabo en los años sesenta contra el antiguo jefe de las SS. Enviada por -The New Yorker- para cubrir el juicio, Arendt se encontró con el lado más aterrador del mal. Aquel hombre insignificante no era un ser aparentemente depravado, no parecía sentir un odio especial hacia los judíos ni se le conocía un solo acto de violencia personal contra nadie. Sin embargo, su trabajo había hecho posible que millones de personas de toda Europa fueran llevadas de un modo coordinado a campos de concentración y exterminio. Él insistió en que era un funcionario eficaz cumpliendo las normas legales de su país. En aquel individuo Hannah Arendt entrevió algo repulsivo y dócil que ella llamó «la banalidad del mal». Llovieron las críticas sobre Arendt por usar esa terminología, pero realmente lo que ella hizo fue señalar la realidad más dura y feroz. El hecho de que el individuo no ejerciera su derecho irrenunciable a reflexionar y decidir sobre la moralidad de sus actos. Algunos de los exministros señalados por la juez argentina se podrán acoger a la filosofía de Eichmann. Cumplían con la legalidad de su país. Otros, como Utrera, orgulloso de todo aquello, ni quiere ni puede acogerse a esa reserva mental. Llevarlos ahora ante la Justicia tal vez no tenga sentido. Pero moral y cívicamente están condenados para siempre.
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