Estos son los artículos amargos. Los que se teclean con el caballo de la razón dislocado por el sentimiento. Al final de la mañana del jueves recibo una llamada de Alfredo Taján. Pedro Aparicio ha muerto. El mundo se pone del revés, sometido a ese jeroglífico incomprensible en el que se mezclan lo absurdo y lo terrible. Al instante veo una luz y pienso en una noche. Veo la luz del Ayuntamiento y recuerdo la noche del 23 de febrero de 1981, cuando el Parlamento estaba secuestrado y el alcalde de Málaga acudió a su despacho y encendió las luces para que todos los malagueños supieran dónde y con quién estaba su alcalde. Mientras algunos dirigentes políticos planeaban una posible fuga, salvar las maletas, la vida, Pedro Aparicio hacía honor al escudo de esta ciudad y su leyenda. La primera en defensa de la libertad. Esa luz siempre estuvo presente en la vida de Aparicio.

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Esta ciudad se ha quedado desde el jueves un poco más huérfana. Hubo un tiempo en el que aquí un personaje como Aparicio resultaba una ficción. Tan necesario era. Tuvimos la suerte de que la ficción se hiciera realidad. Tuvimos suerte de tener un alcalde que desmentía el mito de que esta ciudad solo podía identificarse con el populismo y lo acanallado. Tuvimos orgullo de alcalde y lo mostrábamos como el más noble de nuestros monumentos. Nos representaba un hombre culto, progresista, honesto e inteligente. El pueblo de Málaga se identificaba con lo que él y sus ideas representaban y lo respaldó a lo largo de dieciséis años que resultaron decisivos para la ciudad. Él, que habría sido el alcalde natural de Munich o Salzburgo, se vio al frente de una ciudad norteafricana, a medio asfaltar y sin alumbramiento público en la mitad de sus barrios. No le pudo cambiar el clima Aparicio, como uno mismo, estaba convencido de que eso que llamamos un buen día es un día de lluvia pero salvo eso, como el buen cirujano que era, la transformó en todo lo que el bisturí político puede cambiar una ciudad.

En lo personal se hará difícil aceptar que nunca volveremos a oír esa voz que parecía surgida de un estudio radiofónico. Y también en lo personal siempre tendré una deuda impagable con él. Un día me llevó a conocer a Rafael Pérez Estrada. Se ha ido el amante de los trenes, el europeísta comprometido. El melómano radical. Tan cortés y filarmónico, Alcántara dixit. Imposible definirlo mejor con menos palabras. Una noche me enseñó en su casa una lista de audiciones. Fue la confesión mutua de dos raros. Yo le había comentado que tenía el vicio de anotar en un cuaderno todos los libros que venía leyendo desde 1968 y él se sintió impelido a mostrar aquel parte de guerra musical, una especie de diario íntimo, en el que estaban registrados los días y la calidad de las piezas escuchadas. Su personalidad. Usaba la palabra honor, y su cualidad. Andaba por el camino del desengaño, alejado de la farándula política y de muchos de quienes ahora dentro y fuera de su partido pintan de purpurina los clavos con los que lo crucificaron. Fue un orgullo compartir espacio en el periódico durante años. Leer en el mismo hueco sus artículos cargados de recuerdos y cordura, presentar libros a su costado, otear el horizonte inmediato desde el mismo mirador. Observar la vieja estela de los médicos humanistas que Pedro afianzó en esta ciudad, menos bárbara desde que tuvo un alcalde como él. Aquella luz, la que él encendió en una noche llena de peligros e incertidumbre, alumbrará para siempre su memoria.

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