Al alcalde le quieren hincar el diente a costa del Cubo y el Pompidou, y aunque el espectáculo de las obras sin licencia fue penoso y la transparencia presupuestaria tiene parcelas de cierta opacidad, la oposición haría bien en contar con un buen dentista para después de propinar la dentellada. Esa sucursal de las tuberías de colores de la rue Beaubourg es capaz de destrozar cualquier dentadura y no hay que ser un entusiasta a jornada completa del malagueñismo para entender que la del Pompidou es una noticia rotundamente buena para una ciudad que en un pasado muy cercano era páramo cultural. Un podenco sin pan y todo pulgas, un descampado por el que alguna vez, al más puro estilo berlanguiano, pasaba un astro del cinemascope que venía a remojarse las posaderas en las playas de Torremolinos o un escritor borracho que se afincaba temporalmente en una montaña y bajaba del cerro para ver una corrida de toros o, en el mejor de los casos, echar una conferencia como quien da grano a unos pollos que no distinguen el trigo de la grava.
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Málaga existía antes de que abriera sus puertas el Centro Cultural del 27 allá por la mitad de los 80, antes de la Fundación Picasso con aquellas charletas de los lunes, antes del IML y La Térmica, antes del CAL, el CAC, el Picasso, el Thyssen y esa especie de fiebre del heno en versión museística que nos invadió fundamentalmente por vía municipal. Pero existía desnutrida, en régimen cultural de sálvese quien pueda, con una casa de la cultura construida sobre un teatro romano a modo de símbolo fragante de la barbarie que nos gobernaba. La democracia, con Rafael Ballesteros y 'su' Centro del 27, Pedro Aparicio y 'su' Cervantes empezaron a cambiar el rumbo. Conviene no perder de vista el retrovisor para valorar el salto cuantitativo y cualitativo de Málaga en el ámbito de la cultura, que de tierra de creadores furtivos ha pasado a ser una ciudad con un entramado bastante serio, no solo suficiente para calmar las ínfulas de una cofradía -la cultural- bastante endogámica y predispuesta al autobombo, sino para convertirse en un factor de desarrollo económico. Francisco de la Torre así lo entendió y ha venido actuando en consecuencia por más que en más de una y de dos ocasiones haya errado el tiro, alguna vez de modo tan escandaloso como con esa melée de las gemas y la tabacalera y una bulimia museística de criterio bamboleante.
No es el caso del Pompidou. El museo parisino va a ceder algo más que el nombre o cuatro cuadros amontonados en las telarañas de la bodega. De modo que no solo servirá de atracción el sonoro apellido del museo sino el de los artistas que van a pernoctar en él. Ahora queda por ver que la pernoctación sea larga y que la estancia salga a precio medianamente razonable. Muy caóticos tendrían que acabar siendo los números entrevistos para robarle interés al asunto. El museo, además de una dosis de más ilustración y de atraer turistas, reforzará la alianza de Málaga con la cultura, lo que viene a ser lo mismo que identificarla con el progreso y la civilización. El Pompidou es una onza en el balancín de la modernidad en detrimento del sobrecargado platillo del costumbrismo, la caspa cultural y la ferralla folclorico-populista. Ya solo queda que traigan una excavadora para arrinconar los millones de mesas y toneles que se han apoderado del centro de la ciudad hasta convertirlo en un inmenso comedero para parecer que somos hijos del primer mundo. Bueno, eso y algo más. Pero esta es la línea.
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