Se volvió a repetir en mi casa la reunión familiar que tuvimos la noche cardíaca del mundial de fútbol. Entre argentinos y españoles éramos unos cuantos, aunque había argentinos que se consideraban más españoles que los propios nativos, y al revés, por supuesto, españoles que habían vivido más tiempo en la Cruz del Sur que en la península y su memoria no hacía más que remitirle a los años gloriosos de la gran República, en definitiva, eso es lo que esconde la misteriosa frase de Facundo Cabral: «No soy de aquí ni soy de allá...»; hay una suerte de sinestesia nacionalista en este caso, el rojo ibérico que se funde con los matices blanco celestes del cielo austral; en este sentido, una empanada criolla se remonta a la empanada gallega: la verdad es que la empanada mental en ocasiones es patrimonio exclusivo tanto de españoles como de argentinos.
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En la última mini-cumbre hispano-argentina celebrada en mi casa esta vez no se demonizó al pobre futbolista Messi, ayer un héroe, hoy boludito en el banquillo, sino que el tema fue, de nuevo, siempre, la debacle argentina, el default, la quiebra, la suspensión de pagos, y sobre todo los llamados fondos buitres. Sin llegar a la crisis de diciembre de 2001, cuando Fernando de la Rúa tuvo que salir en helicóptero de la Casa Rosada porque la clase media saltó a la calle, después del corralito, y se lo iba a comer crudo; sin llegar a aquella bancarrota sin precedentes, podemos afirmar que, tras más de una década en la presidencia, el experimento kirchnerista, un peronismo de izquierda demagógica y populista, no ha dado resultado.
El domingo pasado escribía Roberto Lavagna, ex ministro de economía del difunto Néstor Kirchner que, por cierto, logró pagar en 2005 casi el setenta por ciento de la deuda argentina, que para llegar a esta crisis todos los protagonistas han puesto su granito de arena. Primero, el gobierno de Cristina Fernández, que no ha realizado nada más que uno de los cuatro pagos estipulados por los acreedores, desviando las cantidades destinadas a otras finalidades de carácter más propagandístico que social; segundo, la extrema rigidez de las autoridades judiciales neoyorquinas en el cumplimiento y cantidad de la deuda; y en tercer lugar, la rapacidad de los fondos buitre que no son más que especuladores, ellos prefieren llamarse gestores, financieros especializados en adquirir deuda pública de empresas en quiebra, o de países en dificultades, a un precio muchísimo menor, para luego exigir la totalidad de su valor. Paul Singer, un político norteamericano excéntrico y republicano, es uno de los acreedores buitres de la República Argentina. Compró la deuda de mi nación con unos descuentos bárbaros, y ahora cuando Argentina intenta reestructurar su deuda, peor que mejor, la verdad, sobrevuela como un buitre la gestión de su fondo para que no se le pierda un dólar del excedente.
Esto no es nuevo, de una u otra manera se sabe que el mercado financiero siempre acude en defensa de los acreedores mientras que a los deudores los arroja al limbo del fracaso, o sea, de la eterna especulación y del eterno embargo. Y de esta forma Argentina, gracias a sus buitres nacionales y a los buitres internacionales, no despegará nunca.
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