Vivo encerrado en casa como los demás supervivientes que andan repartidos por el resto del mundo. Lo último que recuerdo es un viaje que tenía previsto realizar a Ecuador para visitar el volcán Chimborazo, el lugar de la Tierra más próximo al sol, incluso más ... que la cumbre del Everest. Sin embargo, fue en pleno preparativo del viaje cuando se produjo el estado de alarma que inmediatamente se extendió por todo el planeta. El mundo se desintegra, no hay salida. Ahora me encuentro encerrado en casa con las puertas y persianas cerradas para que no penetre el calor sofocante de diciembre. No levanto las persianas porque el impacto del sol es abrasador, como si el sol se hubiera instalado justo encima del tejado. El calor alcanza una temperatura insoportable que está causando la muerte. Cuando presentí lo que iba a suceder hice acopio de bebidas y alimentos. No quiero ni pensar lo que ocurrirá cuando me quede sin nada y haya consumido el aire que aún respiro.
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Antes de encerrarme en casa y aislarme del mundo, el cielo había adquirido una tonalidad grisácea durante las horas de más luz. Por encima de la oscuridad supongo que lucía el sol, pero hacía meses que sus rayos no traspasaban la masa nubosa. Tanto la salida como la puesta de sol eran bellas imágenes del pasado, un vago recuerdo. Pero, sin duda, la estrella más próxima a nosotros permanece en el mismo sitio de siempre porque continúa transmitiendo calor. Yo paso los días tumbado en la cama sin hacer nada. No me apetece escribir, ni leer, ni ver películas futuristas porque la ciencia-ficción ya la estamos sufriendo a diario. Recuerdo una película que vi de niño en la que dos mujeres aguardaban que llegase el fin del mundo en un edificio de apartamentos de la ciudad de Nueva York. La Tierra se había desviado de su órbita y se dirigía irremediablemente hacia el sol, por lo que el calor era cada vez más agobiante. Algo similar a lo que ocurre ahora, aunque el motivo que lo había provocado entonces era distinto. La tragedia del presente es culpa nuestra, como si los seres humanos hubiéramos provocado este suicidio universal.
Subo las persianas y no veo nada, sólo la niebla que envuelve la vida. Abro la ventana y la niebla entra en casa. No distingo ni siquiera mi propio cuerpo. Oigo el tictac del reloj. Suenan las doce. Me acuesto en la cama y sueño en colores que el desvío de la órbita de la Tierra provoca una interferencia gravitacional que produce la elevación de todas las cosas hacia el cielo. Yo también vuelo hacia lo más alto con las dos mujeres del apartamento de la ciudad de Nueva York. Miro el reloj y no distingo la esfera. Únicamente me alumbra el sol de medianoche.
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