Luces entre el lodo
La huella de la dana ·
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La huella de la dana ·
Valencia se cura las heridas un mes después de la catástrofe del 29-O: frente al tóxico debate político, emerge una iluminadora reacción ciudadana como inspiración para rehacer su vidaJorge Alacid
Sábado, 30 de noviembre 2024, 13:13
Cualquier valenciano es capaz de recordar dónde se encontraba durante la infausta tarde del pasado 29 de octubre. Quien estaba trabajando se sorprendería de regreso al hogar enterándose por el móvil del espantoso impacto de la crecida que anegaría una enorme porción de su territorio. ... Aquel que se ocupaba de los quehaceres domésticos tal vez también tardó en conocer la dimensión de la tragedia que se avecinaba. Y quienes, por el contrario, se estuvieron informando segundo a segundo, desde el minuto cero, de los sombríos presagios que acechaban en plena avenida del Magro, el Poyo y otros barrancos y correntías pudieron ponerse a salvo si se encontraban en el cauce de la peor catástrofe natural de la historia de España. Hubo quien perdió la vida (222 personas, según un recuento pendiente de concluirse) y quien desde entonces se cura las heridas. A los daños materiales se añaden los causados en el corazón de un vecindario cuya existencia no volverá a ser igual, pero que un mes después de aquel horror procura encontrar en el horizonte próximo alguna luz que le ayude a ponerse en pie, en medio del desolador paisaje político que deja la tóxica relación entre instituciones y partidos.
La inexplicable controversia que viaja de Carlos Mazón a Pedro Sánchez, pasando por Alberto Núñez Feijóo y demás protagonistas de la actualidad, ni siquiera guardó los elementales días de duelo. Un luto oficial durante el cual ya se vivieron momentos de encendidas polémicas que agravaron la sensación de abandono que anida entre las víctimas de la dana. Quienes perdieron sus propiedades, los que vieron arrasado el entorno donde vivían y quienes lloraban desde aquel desdichado día a sus seres queridos.
El saldo de vidas segadas encarna el aspecto más desesperanzador del drama que vive Valencia, de proporciones «bíblicas», según el adjetivo empleado por un periodista argentino que se interesó por lo sucedido aquel 29-O desde el otro lado del Atlántico, hasta donde llegaron las elocuentes imágenes que hablaban de cómo el apocalipsis se abatió sobre una inmensa porción del territorio valenciano, cuya capital es la tercera más poblada de España y sufrió en los enclaves situados en su periferia, aunque dentro de su término municipal, el impacto de una avenida del que dan cuenta algunos datos.
Más de 800.000 personas habitaban el territorio golpeado por la gota fría, que se cebó sobre todo con el medio millón de vecinos de la llamada 'zona cero'. En total, casi 100.000 de ellos han padecido la visita de aquel infierno desatado por la madre naturaleza, auxiliada por la inoperancia política que distinguió tanto el antes, como el durante y el después de la riada. La superficie anegada representa más de 562 kilómetros cuadrados; es decir, cuatro veces el término municipal de Valencia. Otra comparación ayuda a entender la magnitud del desastre: esa superficie equivale al tamaño de Andorra.
La devastación que encierran esos datos alcanza una envergadura tan abrumadora que, paradójicamente, ayuda a entender el otro gran efecto que esta crisis ha activado prácticamente desde el día siguiente al 29-O: una oleada de solidaridad que ha llegado a Valencia desde todos los puntos de España (incluso de fuera de nuestras fronteras) y compensa el mejorable espectáculo protagonizado por la clase dirigente local, regional y nacional.
El primer sábado de noviembre, cuando la ciudadanía pudo por fin visitar el espacio arrasado por la riada, se vivió otro espectáculo, de naturaleza radicalmente distinta: decenas de miles de vecinos salvaron el nuevo cauce del Turia (una infraestructura construida en Valencia tras la terrible riada de 1957 que ha resultado ahora salvadora) para acudir a Paiporta, Picaya, Alfafar y tantos municipios destrozados por un caudal de agua insólito, que superó el cauce natural a una velocidad y una fuerza inauditas: fue una avenida cinco veces superior al caudal que acumula el Ebro cuando tributa en el Mediterráneo, a razón de más de 2.200 metros cúbicos por segundo. Su irresistible potencia ayuda a comprender el paisaje que esperaba a quienes cinco días después de la catástrofe acudieron provistos de palas, botas, cubos y material propio para retirar el lodo de calles, aparcamientos, sótanos, viviendas...
«Es como adentrarte en una guerra en la que no hay bombas». La frase pertenece a Sara, una joven arquitecta que aquel sábado formaba parte de la primera ola de voluntarios que acudió a la zona cero. «La desolación y el sentimiento de impotencia te dejan una huella imborrable», explicaba. Una impresión que pueden hacer suya quienes, como ella, acudieron al rescate de los vecinos que salieron peor parados. Ellos encarnan ese rayo de luz al que se agarra el resto de la ciudadanía para observar con alguna esperanza los días que vienen, aunque tampoco se oculta por Valencia el temor a que la avalancha de cariño y gestos humanitarios concluya a medida que sigan pasando los días y el impacto inicial se mitigue o lleguen otras noticias que desbanquen a las consecuencias de la dana del prime time informativo.
Media además la inquietud de que el cansancio acabe haciendo mella entre la opinión pública, incluida la valenciana. Un cansancio comprensible, el propio de quienes intentan un mes después acertar con el interruptor y que reine la luz entre las tinieblas. Un propósito complicado, al que contribuyen sin embargo otras noticias que reclaman también la atención colectiva: menudean los casos de ejemplar entrega entre civiles, militares, fuerzas de seguridad y voluntariado anónimo que dejan un rasgo de heroísmo en medio de la desolación. Los guardias civiles que rescataron a medio centenar de personas y se citaron esta semana con ellos, una emocionante reunión donde abundaron las lágrimas y testimonios coincidentes entre los agentes: todos arriesgaron su vida (algunos ni siquiera tenían que trabajar) y todos restaban importancia a ese gesto ejemplar. Es una actitud similar a la que exhiben otros héroes de aquel 29-0, como el cabo Óscar Chulvi, quien relató al rey Felipe VI durante una de sus visitas a Valencia una proeza análoga: salvar la vida de los ocupantes de un vehículo que se precipitaba hacia el infierno.
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Héroes del día D y héroes de los días que siguieron. El legionario Sergio, que mima a una anciana vecina de Paiporta desde que supo que vivía sola y no podía valerse de su misma. Un ángel de la guarda como quienes se ocuparon de que María Jesús, una octogenaria de la misma localidad, a quien atendió durante casi un mes inmovilizada en su hogar, una cofradía de improvisados vecinos: los agentes de Córdoba, Navarra o Madrid que se turnaron en hacer la vida más fácil. Los autores de una gesta mayúscula y colectiva, formada por voluntarios y profesionales de los equipos de emergencia, que también intentan atinar con un mecanismo de iluminación colectiva que ayude a mitigar el depresivo estado que ensombre a Valencia desde hace un mes.
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