Mario Iglesias tiene varios antecedentes policiales por amenazas y lesiones .

El asesino de Laredo

Hosco y solitario, desayunaba todos los días un pincho de tortilla con café con leche en un bar cercano a su casa de Laredo y se pasaba el día leyendo. El pasado domingo, Mario Iglesias fue a la playa, sacó un cuchillo de su mochila y asesinó a Mercedes García y a su padre, que paseaban plácidamente por la orilla. No los conocía

josé ahumada

Martes, 26 de agosto 2014, 00:51

Cuando Gabino García comprendió que los intentos de resucitar a su hija eran inútiles, salió de la playa por la pasarela y se sentó en el murete del paseo marítimo. Los que le vieron dicen que su rostro era la pura imagen del abatimiento. «¡Pero si yo a este no le conozco de nada!», se lamentaba, quizás sin saber que el que había acabado con Mercedes también lo había matado ya a él con el par de cuchilladas que llevaba en el cuerpo. Mientras, la mala bestia que se había abalanzado sobre ellos yacía mansa sobre la arena, sin revolverse ante el peso del policía que la mantenía inmovilizada con la pierna en los riñones.

Publicidad

Nadie entendía lo que acababa de pasar. Un momento antes, Mario Iglesias, un tipo bajito y calvo, en camiseta y bermudas, que se había tirado un buen rato plantado en las dunas alguno pensó que era un mirón, porque por esa zona «se ponen más chicas en tetas», se fue hacia la pareja que paseaba por la orilla llena de gente y, sin venir a cuento, comenzó a apuñalar a la mujer. Se la llevó por delante con tres golpes de precisión quirúrgica en el cuello, el pecho y el costado, como a su padre, a quien también pinchó mientras forcejeaba inútilmente con él para defenderla. Hecho esto, envolvió el cuchillo en una bolsa de plástico, lo metió en su mochila y siguió su camino sin acelerar el paso. Nadie se lo impidió. «La gente puede decir lo que quiera, pero allí no se movía nadie», cuenta Endika Felices, de la cercana escuela de surf Pinos Laredo. Es un chavalote curtido, que ha visto a compañeros sacar del agua el cuerpo reventado de algún suicida que se había tirado por el acantilado de La Atalaya. «Pero esto hay que estar ahí para verlo. Era una poza de sangre y todos nos quedamos paralizados». Solo un ertzaina de vacaciones que andaba por allí de casualidad le dio el alto a voces. Mario se volvió, tiró la mochila, levantó los brazos y se dejó detener.

Una semana después de aquello, nadie ha sido capaz de encontrar una explicación a la carnicería más allá del rapto de locura. La única vinculación entre Mario y sus víctimas es la relativa proximidad de sus residencias de veraneo en Laredo, y resulta improbable que se conociesen. Es cierto que él pasaba sus vacaciones allí desde los 14 ahora tiene 52, pero desde que dejó a su familia en Bilbao para ir a trabajar de enfermero a Madrid, y de eso hacía mucho tiempo, no se quedaba más de una semana al año en el pareado de sus padres.

Por eso le había llamado la atención a Petri, su vecina, que en esta ocasión llevase tantos días allí. Por lo visto, los padres de Mario se habían quedado en casa esperando que les acabasen una obra en el baño y después se reunieron con él. Mientras estuvo solo, hizo vida tranquila. Por la mañana salía a leer a la sombra del pequeño porche de la entrada, se volvía a meter y al rato se iba a dar un paseo por la playa. Le gustaba andar por el agua. Luego regresaba para comer.

En esta ocasión se dio el capricho de apuntarse a un curso de iniciación de hípica, una semana que pasó montando a caballo en compañía de niños y sin llamar la atención. Cada mañana acudía al picadero con su mochila cuya sola mención pone hoy los pelos de punta, hacía lo que le decían y no cruzaba más palabras de las necesarias. «Un poco raro sí era», se limitan a comentar.

Publicidad

Es verdad que Mario no era un tipo simpático con quienes no conocía: también lo dicen en una cafetería que está al lado de su casa donde siempre desayunaba un café y un pincho de tortilla. «Se ponía a leer mientras se lo tomaba y no abría la boca». Con Petri, en cambio, era atento y educado. Como su padre, Santi, un hombre «de lo mejorcito», que siempre andaba limpiando o haciendo algo y que ahora está hundido. Este señor que trabajó de practicante en Altos Hornos y llevó una consulta de podología hasta que se jubiló, disfrutaba siempre que podía de esa segunda residencia.

«Te miraba como los toros»

De los cinco hijos, Mario es el único que se fue de Bilbao. Por eso su cara no le suena a nadie en Txurdinaga, el barrio de gente trabajadora en el que viven sus padres. Los vecinos que les conocen no hablan por respeto.En el bar Auzoa le recuerdan vagamente. «Tenía pinta de no estar muy bien. Te miraba siempre con la cabeza agachada, como los toros. Venía solo, pedía algo y no daba conversación».

Publicidad

«¿Que miraba raro? Todos miramos raro», dice Petri. A diferencia de otros que se cruzaron con él, ella no siente esa especie de miedo retrospectivo, y eso que estuvieron hablando tres cuartos de hora antes de que se fuese a matar. Estaba leyendo el periódico en una mesa que tiene por la parte de atrás. «No tengo ni una queja de él. Al poco de venir, mi marido fue a su casa a ponerle los canales de la tele. Le dije que pensábamos que se había marchado porque no hacía nada de ruido. Siempre estaba leyendo y estudiando: por lo visto tenía varias carreras. Les echaba pan a los pájaros y ahí tiene una tacita que les ponía a los gatos de por aquí para que comieran». Es más, reconoce con cierto apuro que cuando el lunes pasado le contaron que su vecino había matado a dos, pensó en otro.

El Mario que describen en Madrid parece otra persona: un tipo huraño y conflictivo con unos cuantos encontronazos con la Policía Nacional y un historial en el que, según se ha publicado, constan amenazas, lesiones y atentado contra la autoridad. Nunca se le conoció pareja se cuenta que ahora convivía con una muchacha ecuatoriana, y se sabe que dejó mal recuerdo a su paso por un bloque del Paseo de las Delicias. «Vivía ahí con otro amigo, no se hablaba con los vecinos y dejó a deber a a comunidad. Era muy conflictivo y causó muchos problemas», explican en su portal.

Publicidad

Menos pistas aportan en su lugar de trabajo. Los sindicatos del hospital Gregorio Marañón no cuentan nada, y remiten a la dirección del centro. Alguien del Satse apunta que no tenía amigos y que había sido expedientado en alguna ocasión por su comportamiento. En la tercera planta, donde hacía turno de noche, sus compañeros no quieren hablar. Llevaba tiempo sin trabajar, pero no queda claro si se trataba de una baja o estaba sancionado. Hay quien comenta que menos mal que le dio la ventolera en Laredo y no allí, porque todo el mundo se acuerda del caso de Noelia de Mingo, la médico que se sentaba a escribir ante el ordenador apagado y que en 2003 mató a tres personas e hirió a siete con un cuchillo en un recorrido letal por los pasillos de la clínica de la Concepción.

A ella le diagnosticaron esquizofrenia paranoide y fue condenada a 25 años de internamiento psiquiátrico. En 2007 se le concedió su primer permiso de un mes; en la actualidad disfruta de frecuentes salidas terapéuticas condicionadas a que su familia se haga responsable de que tome su medicación. Los parientes de las víctimas de Mario no quieren pensar en que pueda pasar algo semejante y lo vean por la calle en cuatro días, pero están en guardia desde que contó a la Policía que había estado en tratamiento por esquizofrenia hasta el pasado mes de marzo.

Publicidad

Duerme como un bendito

«Esto huele a trastorno psicótico», opina el psiquiatra forense José Cabrera, matizando que es una impresión sujeta a todas las reservas y cautelas. «Es un crimen inmotivado, agresivo y violento y no existe un nexo conocido con las víctimas. Es de una brutalidad desusada, porque no busca el robo ni nada, y parece que se trata de un individuo con antecedentes psiquiátricos». El propio crimen, la actitud que mantuvo durante su detención y su comportamiento en la celda alimentan esta posibilidad. Desde el primer momento, Mario ha negado que haya sucedido nada. En su primera declaración dijo que lo único que recuerda es que fue a la playa para darse un baño; después, que se lo llevaban detenido, y entre ambas cosas, un espacio en blanco. Claro que suena a recochineo cómo justificó lo de llevar un cuchillo «porque todos los días me como un melón», pero también parece imposible que alguien en sus cabales se muestre tan tranquilo como él: antes, en el calabozo en Laredo, y ahora, en la prisión de El Dueso, come con buen apetito lo que le ponen en el plato y duerme como un bendito.

«Esto es pequeño, y si hay un loco, todos sabemos quién es», afirman desde detrás de la barra de un restaurante situado junto a la casa de Mario, como dando a entender que no estaba en esa lista. El dueño del negocio no puede dejar de intervenir para zanjar una conversación que no lleva a nada. «Hay sesenta como ese por ahí, lo que pasa es que les dan la pastilla y se quedan atontados. Todo lo que diga la gente ahora son mentiras: hablan mucho, pero eso dentro de nada está olvidado. ¿Y sabes quiénes son los únicos a los que va a importar? A los que se quedaron ahí, a los que han muerto».

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €

Publicidad