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David Lerma
Marbella
Lunes, 6 de noviembre 2023, 00:22
A sus 82 años, Pedro Guerrero Gil entra en el Casino de Marbella con energía y saluda efusivo al fotógrafo. Son las cuatro de la tarde, hora ritual en que se echa unas partidas al dominó o a las cartas. Pide un café con leche ... y se sienta en un butacón. El que fuera primer maestre sala del hotel El Fuerte es memoria viva de una Marbella que hace tiempo dejó de existir. Un niño de la posguerra y del hambre que vivió desde abajo su gran transformación de pueblo a urbe turística. De entre los muchos mandados que le tocó cumplir, pasear a Pluto, el perro de Walt Disney, fue el más singular, pero no el único.
«En el hotel El Fuerte entré a trabajar en 1957. Yo, desgraciadamente, comencé a trabajar muy joven. Empecé en La Jaula, junto a la parada de autobuses, con casi nueve años. Fregaba platos y hacía los mandados que me pedían. Cuando se inauguró, pasé a trabajar en el hotel Comercial, el de los Sánchez. Estuve bastante tiempo, me dedicaba a coger coches.
–¿Para aparcarlos?
«No, para llenar el hotel. Ahora vienen los marroquíes a Europa, pero antes era al revés. Los franceses venían del Marruecos francés. Por las tardes, doña María me peinaba, porque tenía un pelo muy rebelde. Me ponía un poco de fijador y me echaba a la carretera y empezaba a coger coches para llenarle el hotel. A veces incluso le llenaba las dos sucursales que tenía en la plaza del Ayuntamiento. Venían de paso y como estaban tan cansados, yo los metía en El Comercial».
«Luego pasé a trabajar en el bar El Puerto, cerca de la farmacia Verdaguer. Era el mejor restaurante que había. Lo cogió el que entonces era el jefe de cocina del Marbella Club. Su hijo estaba en El Rodeíto, que era del segundo marqués de Ivanrey, el de las motos. Pedro se refiere al promotor turístico e ingeniero mecánico Ricardo Soriano, célebre por sus diseños de autos deportivos y aeronáuticos. «Lo alquilaron durante un año y yo estaba con ellos. De niño daba hasta 50 desayunos yo solo a los franceses», explica sonriente.
«En El Fuerte empecé con don José Luque, que entonces estaba con la reforma de la casa de doña Elvira Vidal». Conocida por ser una de las primera promotoras turísticas de Marbella tras la muerte de su marido, por razones económicas tuvo que convertir su amplia finca en una pensión. Allí se alojó Alfonso de Hohenloe, Jean Cocteau y Edgar Neville y todo la bohemia intelectual y artística que estaba empezando a conocer las bondades de una Marbella todavía virgen.
«José Luque quería hacer un hotel de cuatro estrellas. Era un señor de campo, de Estepa, y se metió en demasiados terrenos, pero era muy inteligente. Si se enteraba de que Fulanito podía enseñarle una cosa, allá iba en busca de él. A media tarde, solía venir al bar El Puerto a tomarse una copita y hablar con Carlos, para que le echara una mano con la cocina. Yo ya lo conocía de cuando estaba en El Comercial. Un día me vio cuando tenía 14 años y le dijo a Carlos: yo a este niño me lo tengo que llevar al Fuerte. Al final don José me contrató y ahí empezó todo». Entró de botones y todas las tardes bajaba a la carretera y le llenaba el hotel, relata. «Hoy su hijo, José Luque, me recuerda siempre que fui el primer comercial de El Fuerte».
Walt Disney pasó por allí una semana en 1958. Poco después, se trasladaría a un chalé llamado Villa Coneja, frente al Marbella Club, al otro lado de la carretera. «Si llegaba alguna correspondencia, alquilaba una bicicleta y se la llevaba. Ya no me daba dinero. Me sentaba debajo de una pérgola y me daba de comer. Gloria y penita, con el hambre que yo tenía...», cuenta entre risas. «Estaba la cosa muy mal».
Walt Disney solicitó un botones para sacar a pasear a su perro. «Llegué a la habitación 208 y me dio el perro. Lo llevaba por la playa hasta el Puerto Pesquero. Cuando volvía, me daba un billete de 50 pesetas que cogía de la mesita de noche. En 1958, era mucho dinero. Yo vivía cerca del Museo del Grabado y se lo llevaba a mi madre y la pobre se echaba una 'pechá' a llorar. El perro era lo más educado que he visto en mi vida. Si le soltaba la correa, la cogía con la boca y me la endiñaba», relata.
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