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Alina Kholodna llega a Estepona, donde la recibe su familia española. Josele
Una madre y su hijo llegan a Estepona tras dejar atrás a toda su familia en Kiev, una ciudad sitiada

Una madre y su hijo llegan a Estepona tras dejar atrás a toda su familia en Kiev, una ciudad sitiada

Alina Kholodna y Heorhii huyeron de Ucrania en una odisea que les ha llevado a recorrer más de 4.000 kilómetros en coche

Esther Gómez

ESTEPONA

Martes, 8 de marzo 2022, 00:56

Alina Kholodna es una médico ucraniana que acaba de llegar a Estepona huyendo de la guerra junto a su hijo de tan sólo 7 años, Heorhii. Allí, a las puertas de una soleada casa de paredes blancas los esperaban Denise Liaño; su marido, Leandro, y su hijo, Emilio. No se conocían, ni siquiera habían hablado por teléfono, pero cuando se han visto se han saludado con un gran abrazo y lágrimas en los ojos.

Alina estaba agotada, ha conducido durante varias jornadas que se le han hecho eternas y en las que ha descansado apenas lo justo para reponer fuerzas y recorrer los más de 4.200 kilómetros que separan la capital de Ucrania, Kiev –asediada desde hace días por el ejército ruso–, de esta ciudad de la Costa del Sol en la que han encontrado cobijo.

Dejar su país «no ha sido una decisión fácil», comentaba ayer con alivio pero también con pesar mientras veía jugar a Heorhii con su nuevo amigo, Emilio, desde el salón de la casa de sus hospedadores, con una taza de té caliente en las manos y arropada por el calor de unos desconocidos que a partir de ahora se convertirán en su familia en España.

A kilómetros de la guerra, pero también de los suyos

Estos miles de kilómetros no sólo la han apartado del conflicto bélico, también lo han hecho de los suyos y de la vida que ha conocido hasta ahora y que nunca pensó que se vería obligada a abandonar ante «la peor de las circunstancias», lamenta. Detrás ha dejado a su marido, un empresario de la construcción que nada sabe de armas, subraya, pero que como tantos otros hombres ucranianos con edad de ir al frente se ha quedado para combatir o prestar servicio a su país. Un país que lucha por defender la independencia frente al ataque de su vecina Rusia. «Él no va a luchar», lo repite varias veces en voz alta e insiste en ello, mitad certeza mitad deseo de que esto sea así, «pero ayudará en lo suyo, a construir lo que sea necesario», añade con rotundidad.

Alina también ha dejado atrás a su padre, el médico de quien heredó la vocación por su profesión, y a su madre. Ella se ha quedado en la capital de Ucrania, para cuidar de su abuela, una señora ya mayor que «seguramente no habría soportado la dureza de un viaje como el que he realizado», indica.

Al principio pensaron que el conflicto sólo duraría unos días, que sería tan sólo una demostración de fuerza del presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, pero luego el sonido de las bombas al detonar, el silbido de las balas en los enfrentamientos y el retumbar de los aviones de combate comenzaron a acercarse «peligrosamente» hasta Kiev y tomaron conciencia de la gravedad de la situación: Putin había comenzado la invasión de Ucrania y quería tomar su capital. Estaban en guerra. No había duda. Su marido y ella lo hablaron, lo comentaron también con sus padres y le pusieron fecha al viaje que nunca habrían querido tener que emprender.

«Había que salvar al niño»

Así, con el corazón roto por el dolor pero con un objetivo común, tomaron la dura decisión que les ha traído hasta Estepona. «Había que poner a salvo al niño, alejarlo de la guerra», explica. Tenía que poner a buen recaudo a quien más quiere, «lo más importante» de su vida, recalca. «Por él, por Heorhii, tenía que huir y marcharme del país, aunque eso supusiese separarse de la familia y dejar todo y a todos detrás». Lo relata convencida de que ha tomado la mejor decisión para ese niño que juega en la estancia contigua, pero al recordarlo las lágrimas le nublan la mirada.

«Aunque no le dejábamos ver todo lo que salía en las noticias», señala, «Heorhii lo sabe, no se lo hemos podido ocultar. Había explosiones, disparos, sirenas, bomberos, ambulancias... ¿Cómo se puede ocultar algo así?». Se queda callada, no puede hablar, no le salen las palabras y de nuevo sus ojos se llenan de lágrimas, no pueden esconder la pena que le atenaza el corazón. Esta vez se cubre el rostro con las manos y aunque no quiere, está rodeada de desconocidos, rompe a llorar. Se hace el silencio en una habitación llena de gente. También las lágrimas afloran en los ojos de Denise, su buena samaritana, y llora con ella. «Soy madre –dice–, la entiendo perfectamente, yo estaría igual».

Hizo las maletas con lo imprescindible, se subió al coche y comenzó a conducir pero sí, miró atrás y lo hizo muchas veces. No pudo evitarlo. Desde Kiev se dirigió al sur del país en dirección a la frontera con Rumanía y Hungría. Allí tuvo suerte, apunta, ya que sólo estuvo esperando nueve horas para poder cruzar. Después atravesó Europa, sin papeles y durmiendo alguna noche, incluso, en el coche con el miedo de que la policía los detuviese y los enviase de vuelta al horror.

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