Txema Martín
Sábado, 16 de enero 2016, 11:14
Esta ha sido una semana marcada por el luto riguroso en todo el Sistema Solar. El cuerpo de David Bowie, enfermo en secreto y fruto de varias abducciones milagrosas, ha ardido esta semana ceniza a ceniza en una ceremonia que no ha sido íntima, sino solitaria. Por deseo expreso del artista, ni familiares ni amigos acudieron a la última conversión de su cuerpo en otra materia. Tampoco autorizó la celebración de conmemoraciones públicas ni ritos fúnebres de ninguna clase aunque sus admiradores, que desobedecían con el impulso de su propia fascinación vital, no han podido evitar concentraciones y tráfico de leyendas. Ni soy el primero ni seré el último en afirmar que la muerte de Bowie ha sido el fruto de su última creación, un invento terminal del marketing que él mismo revolucionó creando su propia agencia de management, Isolar Enterprises, que le valió para gestionar sus derechos y mediante la cual controlaba directamente todo lo relacionado con su carrera. La imposible distinción entre el mito y el personaje queda totalmente disuelta: escuchar ahora las letras de su último disco, la estrella negra de Blackstar, es una experiencia del oyente con una incógnita mortuoria. ¿Nos estaba avisando? ¿Se estaba despidiendo de nosotros? El vídeo de Lazarus y sus letras han sido su última profecía; su muerte, la obra maestra definitiva de un artista que convirtió su vida y su cuerpo en un objeto de pura sublimación.
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No hay intención en este artículo de provocar una nueva elegía. Eso ya se ha hecho de una manera generalmente brillante en los cientos de artículos que se han escrito esta semana sobre nuestro alienígena preferido. Tampoco pretendo decantarme por el típico postureo necrológico: nunca he sido un fan acérrimo de David Bowie, quizá porque cuando me di cuenta de que la música me acompañaría en cada momento de mi existencia, el Duque Blanco ya se encontraba en unos menesteres que no eran estrictamente musicales, cuando hubo pasado la época en la que se posicionó mundialmente como una estrella. Hablo de finales de los 90, cuando Bowie se estaba haciendo aún más rico, vestido como un respetable hombre de negocios -otro de sus disfraces que vestían su propia personalidad como una incógnita- y yo empezaba a descubrir a partes iguales el brit, el pop, el rock, a la música del momento, a robarle discos a mi padre para terminar adorando indistintamente a Jarvis Cocker o a Leonard Cohen.
Glam, hallazgo tardío
El glam lo descubrí tarde, y fue gracias a esos instantes que te hacen cambiar en la vida poco a poco, casi sin que te des cuenta, tal vez con una naturaleza más visual que auditiva. Recuerdo perfectamente la primera vez que vi en Youtube una de sus entrevistas con Russell Harty en 1975, con Bowie al otro lado de un televisor antiquísimo y el periodista sentado en una especie de butacón de dentista. Entonces fue cuando supe que Bowie era un extraterrestre. Travestido sobre el escenario, cada movimiento suyo se convertía en escándalo. Me obligué a escuchar toda su discografía (bendito seas siempre, Internet) y me quedé prendado de su trilogía berlinesa, pero cuando de verdad empecé a admirarle como sólo se admira a tus contemporáneos, con el impacto de lo nuevo, fue cuando lanzó su penúltimo disco. Otra vez el día de su cumpleaños, su penúltima resurrección, The Next Day, que supuso para Bowie la reconciliación con su legado y, para mí, la mía con Ziggy Stardust. Esa reconciliación se ha convertido en un dolor extraño, el que se produce cuando desaparece alguien que ni siquiera conoces. El lunes por la mañana, en Radio 3 no paraban de sonar sus canciones y mensajes de condolencias, y se encendía por dentro un vacío interior, de pérdida colectiva, una tristeza de realidad aumentada por los primeros acordes de Starman y de Life on Mars?. He tenido reticencias generacionales respecto a David Bowie, pero nunca he sido tan idiota como para ignorar que ninguno de mis ídolos habría sido lo mismo sin su existencia, porque Bowie ha tenido una capacidad de influencia planetaria. Cualquier aficionado a la música es consciente de que se trataba, y se trata, del artista más grande que ha dado la música contemporánea.
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