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julián méndez
Lunes, 8 de agosto 2016, 22:05
Cuando desembarcó en Laredo, el emperador más poderoso del orbe era una piltrafa. Desdentado, hinchado como un odre, incapaz de caminar por los estragos que le había causado la gota, la comitiva llegada del puerto de Flesinga empleó 21 jornadas en completar las 90 leguas que le separaban del monasterio de Yuste, en La Vera cacereña. Era el 28 de septiembre de 1556 y el monarca intuyó al contemplar la bahía que nunca más volvería a ver el mar. Fallecería justo dos años después.
La vida de Carlos V, el hijo que Juana La Loca tuvo en un retrete, estuvo marcada por la pasión por la comida. Para desayunar se tomaba un capón hervido en azúcar y, luego, enhebraba pantagruélicas comidas ayudando a pasar los bocados con enormes cantidades de vino y de cerveza. Comía siempre solo, oculto a las miradas extrañas, porque su prominente mandíbula de Habsburgo, que legaría a sus sucesores, hendía el aire como la proa de un destructor y le obligaba a rumiar, más que a masticar.
Ahíto de viandas y golosinas, acechado por «procesos epileptoides» que se mostraban en forma de ataques de ira, la enfermedad se instaló en el corpachón en forma de exceso de ácido úrico, la dolorosísima gota. Uno de sus asistentes, Luis Quijada (manda güevos con el nombrecito), le repetía que «la gota se cura tapando la boca». Pero no hizo caso: es más, escogió La Vera por el clima, pero, también, para que no faltaran en su mesa las exquisitas perdices extremeñas. Pese a que había abdicado en su hijo Felipe II (un obsesivo compulsivo, y la saga no mejoró porque Felipe III era ludópata; Felipe IV se pirraba por el sexo con desconocidas y Carlos II era adicto al chocolate) el antiguo emperador se sumía en cavilaciones y lloraba como un chiquillo. Ni siquiera su espectacular colección de relojes lograba hacerle olvidar su dolor.
Fueron meses terribles, de mortificaciones, cilicios y banquetes de Gargantúa. Murió, entre delirios y sudores, de malaria.
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