Bodegón del pintor italiano Carlo Magini. R. C.
Gastrohistorias

El emporio hostelero y dieciochesco de los Gippini

A finales del siglo XVIII esta familia de origen italiano dirigía las fondas y cafés más famosos de Madrid, Cádiz, Barcelona y Sevilla

Sábado, 24 de febrero 2024, 01:00

Se dijo que eran de Milán, Génova o Bérgamo. Lo más probable es que procedieran de la provincia de Novara, en el Piamonte, ya que con los buenos dineros que ganaron en España mandaron construir un precioso 'palazzo' a orillas del lago de Orta. La ... Villa Gippini pertenece ahora a un hotel (el San Rocco, en Orta San Giulio) y en ella se celebran bodas, banquetes y otros eventos que 250 años después, mantienen viva la tradición de un apellido que lo fue todo en la hostelería española del Barroco. Cafeteros, cocineros y fondistas, los Gippini se hicieron de oro durante el reinado de Carlos III gracias a su talento como anfitriones y a la influencia italianizante del monarca.

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En esta página hemos hablado muchas veces del crédito —por no decir tiránico dominio— del que gozó la cocina francesa en nuestro país durante el siglo XIX. Lo que quizás no he contado es que mucho antes de que los menús escritos en francés a la virulé llegaran hasta el último rincón de nuestra geografía, el ascendiente de la gastronomía gala comenzó a fraguarse en 1701, con la llegada de Felipe V a la corte de Madrid.

Los gustos del primer Borbón, nacido y criado en Versalles, dejaron su impronta en las cocinas reales y en las contrataciones de su personal: desde entonces la mayoría de jefes de cocina de palacio fueron de nacionalidad francesa. También lo fueron los chefs de Carlos III, pero la larga estancia de este en tierras italianas (primero como duque de Parma y luego como rey de Nápoles y Sicilia) antes de suceder a sus hermanastros en el trono español hizo que adoptara como propias muchas costumbres transalpinas. De Nápoles trajo Carlos III en 1759 un gran séquito, bastante morriña y un profundo amor por la cultura italiana que en su mesa se traducía en la presencia constante de macarrones y salchichones de Bolonia.

La coronación de Carlo di Borbone conllevó una rápida italianización de la vida política, cultural y social de España durante la segunda mitad del siglo XVIII: el polémico y todopoderoso marqués de Esquilache era siciliano, igual que el arquitecto real Francesco Sabatini, mientras que su ayuda de cámara y hombre de confianza, Almerico Pini, era de Parma, y el criado que le servía cada mañana el chocolate, de Nápoles. El círculo más cercano al rey se encargó de difundir en España el gusto neoclásico, las ideas ilustradas y, de paso, la pasión por la pasta o el café.

Animados por las buenas perspectivas de negocio o por su relación personal con algún miembro de la nueva corte, fueron numerosos los italianos que se animaron a instalarse en nuestro país. A finales del XVIII las fondas más reputadas de Madrid estaban en manos de hombres como el veronés Giuseppe Barbazan, el veneciano Carlo Lorenzini y los hermanos Juan Antonio y José María Gippini, de origen piamontés. Estos eran a su vez familia de Francesco y Domenico Gippini, quienes regentaban ya varios cafés y posadas en Cádiz, El Puerto de Santa María, Sanlúcar de Barrameda y Sevilla.

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Por si fuera poco, estos mismos Gippini (u otros familiares directos) llevaban las riendas del Hostal de las Cuatro Naciones, en Barcelona. Tuvieron un emporio hostelero en toda regla, encabezado desde 1765 por la madrileña fonda de San Sebastián —en la que Moratín y Cadalso establecieron una célebre tertulia intelectual— y ampliado luego con La Fontana de Oro, que dio título a una novela de Galdós y fue uno de los principales centros de agitación política durante el Trienio Liberal (1820-1823).

De ambas dijo en 1774 el libro 'Economía de pretendientes' (la primera guía gastronómica española) que ofrecían «buena y aseada servidumbre acompañada de suaves, costosos y delicados manjares». No se explica si aquellas delicias eran a la usanza italiana o no, pero en 1892 el gastrónomo y bibliófilo gaditano Mariano Pardo de Figueroa dedicó un muy documentado escrito a los Gippinis detallando que el escaparate de su establecimiento de Cádiz «exhibía queso parmesano, mortadella, salchichón de Bolonia, pasas de Corinto y aceitunas de Sevilla». Corría el año 1782 y Domenico Gippini era «el maestro más hábil que en aquel entonces existía en Cádiz y pueblos de la redonda para asuntos de cocina, pastelería y repostería. En los artaletes y hojaldres, y sobre todo en las empanadas de ostras, no se le conocía rival».

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Como conté aquí la semana pasada, se cree que el arte de don Domenico para los guisos con ostras y ostiones dio pie a la famosa sopa al cuarto de hora con marisco y jamón, pero no fue él el miembro del clan con mayor prestigio culinario. Según Pardo de Figueroa (más conocido por su alias de Doctor Thebussem) ese honor recayó en su hijo, quien después de cocinar en 1782 para el francés conde de Artois durante su visita a Cádiz, Jerez y Gibraltar, se fue a Francia con la comitiva de este noble. A su servicio llegaría a ser nada menos que 'maître d'hôtel confiseur' o repostero jefe de las cocinas reales, ya que por carambolas de la vida Artois acabó siendo entronizado en 1824 como el rey Carlos X de Francia.

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