Desde que alguien titulara a Ángel León como el 'chef del mar', hemos asistido a un etiquetado compulsivo, a veces obra de los medios y otras de las agencias de comunicación. Tenemos chefs del atún, del cacao, del caviar, del chocolate, del noodle, del océano, ... del pollo, de la quisquilla, del tamal...

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Algunos, como Daniel García Peinado, 'chef del AOVE', han cimentado su fama en la investigación y experimentación sobre un producto. Aunque resulte paradójico, en una España productora de AOVE y consumidora de aceites refinados, se había explorado poco la cocina de este producto. Tristemente, el interesante trabajo del 'chef del AOVE' sobre los perfiles de las variedades y sus aplicaciones o el comportamiento de los nutrientes del aceite a distintas temperaturas y asociado con otros alimentos, ha sido más reconocido en países como EE UU, Italia o Grecia, que en su tierra.

Como en cualquier otro oficio, hay chefs que honran y trascienden su etiqueta y otros que la usan como un ardid propagandístico. Según se mire, es hasta triste que las habilidades de alguien en la cocina se asocien a un único producto, pero esa es otra historia. La manía etiquetadora es tal, que algunos alias inducen a la confusión, como el de 'chef del barro', que (menos mal) no se refiere a un cocinero, sino al alfarero de restaurantes célebres.

La última etiqueta perturbadora es la del chef Miguel Cobo, quien, tras lograr una estrella Michelin en Burgos con Cobo Vintage (2016) y recuperarla en 2022 con Cobo Estratos, un proyecto mucho más ambicioso, acaba de ser titulado como 'chef de la evolución humana'. Menuda responsabilidad. En realidad ha hecho lo que muchos aspirantes a la fama: detectar un filón (en su caso, el yacimiento de Atapuerca), codearse con científicos y crear un menú-relato (sobre técnicas de cocina prehistóricas). La gloria es caprichosa, pero las fórmulas para perseguirla son predecibles.

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