En noviembre de 2010, Adolfo Jaime cerró su recordado restaurante Adolfo. Aquel local que miraba la playa de La Malagueta desde la otra orilla de ... la carretera había nacido en 1993, como broche de la carrera de un cocinero lanzado al oficio por la necesidad a los 12 años. Con 16 emigró a Suiza. A los 25, curtido en los mejores hoteles de aquel país, era jefe de partida en el triestrellado L'Oasis de Louis Outhier en la Costa Azul. Luego le tocó empezar de cero en su tierra. Adolfo, el restaurante, fue durante 17 años el refugio de los gourmets malagueños y de las personalidades que visitaban la ciudad. Adolfo, el chef, echó la persiana tras 56 años en la brecha, pero si su mujer, Mari, llegó a albergar la esperanza de una jubilación ociosa, se desengañó pronto.
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Primero volvió como asesor de otros hosteleros, y luego se enroló en un transatlántico de la restauración, El Balneario, ubicado en el encantador y desvencijado balneario de 1920 que bajo su batuta se convirtió en uno de los restaurantes imprescindibles de la capital, capaz de dar (bien) de comer a 3.000 personas en un día combinando carta y eventos. Con ochenta años cumplidos, la vitalidad y el entusiasmo hacen que más que el capitán del barco, Adolfo Jaime parezca el grumete que nunca dejó de ser. Sus compañeros de Gastroarte le han rendido homenaje esta semana.
–¿No se retirará nunca?
–¿Y qué hago en la casa, dios mío? ¡Si pasé una pandemia horrorosa! Salía por el pan y tardaba dos horas. Mari me decía: «¿Has ido a Torremolinos a por el pan?». Yo he estado siempre trabajando. Mari no va engañada. Llevamos 65 años juntos, yo a su espalda y ella a la mía (ríe).
–¿Dónde se conocieron?
–En Málaga. Cuando me fui a Suiza, yo no había cumplido 17 y ya éramos novios. Ella tenía 14. Llevaba calcetines todavía.
–Y desde entonces, esperándole en casa.
–Se vino un tiempo a Suiza y no se adaptaba. Volvió para dar a luz y se quedó aquí. Mira que he pasado años fuera, pero mis hijos son malagueños.
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–Hablemos un poquito de su carrera.
–¿De las sopas de ajo y del gazpachuelo?
–Por qué no. ¿Son platos de su infancia?
–Me acuerdo del gazpachuelo en el pasaje Clemens, donde vivíamos. Entonces los difuntos se velaban en las casas, y cuando había duelo, se preparaba. Agua, sal y clara de huevo cuajada. A los vecinos se les pedía el pan duro que guardaban en las talegas, porque el pan no se tiraba. Se desmigaba a pellizcos en el agua hirviendo y se añadía mahonesa hecha a mano. Como no sabían hacerlo bien, se les cortaba a menudo, y se decía aquello de: «Tienes más mala cara que un gazpachuelo cortao» (ríe).
–Teniendo recuerdos tan pobres de la cocina popular, la mete en su carta en un momento en que eso no se veía.
–Yo empecé en Adolfo con una cocina muy afrancesada, pero me comí las patas como los pulpos. Tenía un carro de quesos espectacular. Cogí de kilos que no veas, porque el queso me lo comía yo. Y Mari con una depresión... «¡No compres más queso!», me decía. Había días sin un solo cliente, y si alguien llamaba, yo decía que estábamos completos para que no vieran aquello vacío. En nueve meses se fue todo el dinero que habíamos ahorrado, y tuve que sacar una póliza de crédito poniendo nuestro piso como garantía. Entonces dije: «Esto lo cambio yo». Y lo cambié. Metí ostras, percebes, gambas, cigalas, jamón. Empecé a ir al mercado todos los días y a cocinar con aceite en vez de mantequilla, a hacer cosas tradicionales. Y empezó a ir bien. Pero hasta entonces yo mantuve la misma cara y los mismos 12 trabajadores con los que empecé.
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la clave del negocio
–Hacerse un nombre le costaría. Hoy lo conoce toda Málaga, pero entonces...
–¡Entonces no me conocía nadie! Ni existía ese tipo de cocina en Málaga. Estaba Pepe, del Café de París, y estaba yo. Yo metí en carta el 'pecado de chocolate', que era el coulant, que aprendí en el Negresco. El coulant de chocolate lo inventó Michel Bras, íntimo amigo de Maximin, jefe de cocina del Negresco.
–O sea, que usted vivió la Nouvelle Cuisine desde dentro.
–¡Claro! Yo venía loco con aquello y traje esa cocina, con mi carro de quesos y de postres. Hasta una mantecadora compré, y hacía los helados en casa. Pero aquí la gente no quería eso. Me di cuenta y empecé a ir al mercado de martes a sábado. Lo peleamos. Yo trabajaba 20 horas al día, siempre inventando, a ver si atraía a más clientes.
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calidad e identidad
–¿El producto nunca falla?
-No, claro, pero por suerte, Málaga ha cambiado mucho en los últimos años. La gente hoy valora la calidad, el servicio, la presentación... Creo que Málaga está en cabeza de la gastronomía andaluza, pero que toda Andalucía está a un gran nivel. En otro tiempo críticos famosos venían a mi casa y decían: «De Despeñaperros para abajo, solo saben freír pescado». Me gustaría que viesen la evolución que ha tenido Andalucía y los profesionales que han salido. Cuando le dieron la estrella a Dani Carnero, lo llamé para felicitarlo de corazón. Le dije: «Lo que has hecho es bueno para Málaga y para Andalucía». La cocina de producto no se ha perdido, pero en lo que hacen José Carlos García o Dani Carnero también hay producto y fondo. Está el poso de los antiguos, y todo ese trabajo y ese arte que tienen, que son muy buenos.
cultura de la mesa
–¿Y la cocina tradicional?, ¿tienen base para mantenerla los cocineros jóvenes?
–Mientras la tengan quienes dirigen las cocinas, habrá quien la aprenda. Hoy en las cocinas casi no hay jóvenes españoles. Ahora estoy viendo aquí lo que vi en Suiza cuando llegué. En los años sesenta, los suizos no querían la hostelería. Eran suizos los jefes de cocina, pero los trabajadores éramos españoles, italianos, griegos, turcos, algunos franceses e ingleses. Ahora estamos pasando aquí por el mismo proceso. En El Balneario tengo marroquíes, venezolanos, cubanos, colombianos, rumanos. Españoles, pocos, porque los españoles hoy no queremos hacer estos trabajos.
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–El confinamiento abrió el debate de los horarios, de la calidad de vida. ¿Es demasiado exigente la hostelería?
–No es la hostelería. Mi hijo en la construcción tiene los mismos problemas. Y eso de que la hostelería es una esclavitud... ¿Eso quién lo dice? La gente que tengo aquí está feliz. Eso sí, hemos tenido que crear una escuela en El Balneario, porque no nos llega gente con formación, y eso que la hostelería es de los sectores donde más se está ganando.
–¿Es un problema de vocación?
–Es un problema de actitud. Nuestra profesión es servicio, y el cliente volverá si recibe un buen trato, porque hay mil sitios para ir. Si no le das buen trato, el cliente te pone un tabique en la puerta. Hay que llevar al cliente al lugar donde se encuentra a gusto, atenderlo bien, con educación y respeto. Si te viene alguien doblado, ahí es donde tienes que sacar la mano izquierda.
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–¿Ha habido un tiempo en que era el chef, y no el cliente, el centro del restaurante?
–Lo hubo, pero el reinado del chef se ha terminado. Un restaurante es cocina y sala. En los años noventa la cocina fue un boom y hasta la gente pudiente metía a los hijos en las escuelas. Los que hoy están en la cresta de la ola han llegado porque han bregado, pero muchos se creían que esto era jauja. No hay nada más equivocado que eso de: «Mi niño ya sabe cocinar, le vamos a montar un restaurante». Lo difícil no es cocinar. Las claves de un restaurante son gestionar el personal y saber comprar. Al personal hay que saber tratarlo, porque te levanta un negocio o te lo hunde. Y al cliente no digamos. Por mi casa han pasado desde presidentes del Gobierno a barrenderos que han ahorrado seis meses para venir una vez a comer, y nunca hemos hecho distinciones. Se servía a todo el mundo con todo el cariño.
–¿Qué le parece el momento que está viviendo Málaga en gastronomía?
–Es un momento dulce, y la competencia hará que el nivel suba cada vez más. La gente puede venir a Málaga por cualquier motivo, pero la gastronomía es un signo de identidad y hay que cuidarla. Hay que dar calidad, hagas lo que hagas. Pero de los que van a por la estrella Michelin hay que estar orgullosos, porque son muchas horas de trabajo, mucha preparación, mucha dedicación de los cocineros y de los camareros. Eso es un valor para un sitio turístico.
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–¿Sigue el trabajo de cocineros jóvenes?
–Mucho, y hay una generación seria, importante. En la capital, gente como Álvaro Ávila, de La Alvaroteca; Diego René, en Beluga; Cristina Cánovas y Diego Aguilar, en Palodú. Y en la provincia, más. Si quiero contar con las manos, me faltan dedos. No nos damos cuenta, pero lo grande no es lo que hay, sino lo que viene detrás apretando.
–¿De qué receta suya está más orgulloso?
–Las he parido todas y les tengo a todas el mismo cariño. Y a día de hoy sigo dándole vueltas a la cabeza y haciendo la mejor cocina que puedo.
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