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Asegura que la suya es la terraza con mejores vistas de toda Málaga. Lo dice con orgullo y también con generosidad y por eso nos cita en su domicilio. En su conversación con SUR desliza que algún famoso le ha querido alquilar esa casa situada en Monte Sancha en la que pasa temporadas desde mediados de los años noventa. Dubravka Jovanovic nació en Belgrado, capital de la antigua Yugoslavia y de la Serbia actual, se crió en Polonia, se casó con un español de Sevilla y la capital costasoleña la ha enamorado. Y eso que ha recorrido mucho mundo. Tiene a sus espaldas una historia apasionante como periodista de guerra con varios Emmy –los que premian la excelencia en la televisión estadounidense–. Y también tiene una gran vida por delante: en veinte días emprende una nueva aventura en el corazón de Europa, en el próximo destino de su marido, que es diplomático, y en cada punto del planeta en el que recala deja huella: «Mi lema es que tengo que dejar cada sitio mejor de lo que me lo encuentro».
Pero empecemos por el principio. Dubravka Jovanovic, que se hace llamar Duda, de origen serbio, pasó su infancia, adolescencia y primera juventud en Polonia. Allí estaba destinado su padre como directivo de una empresa yugoslava. Allí es donde por primera vez se recuerda con una cámara de fotos en las manos, haciendo sus primeros pinitos con el periodismo: «A un lado estaban los manifestantes del sindicato Solidaridad, al otro lado, la policía comunista, y yo estaba en medio fotografiando», rememora. «Tenía quince años. Yo tenía una situación privilegiada en el país. Comía en una embajada y me iba a jugar a otra. Como expatriada tenía documentación diplomática. Pero sí veía que mis amigos polacos lo pasaban mal, sobre todo cuando se impuso la ley marcial y el toque de queda», continúa. Eran los últimos estertores del comunismo en Polonia y de la Europa al otro lado del Telón de Acero.
Aunque le había picado el gusanillo del periodismo, estudió medicina, siguiendo la tradición familiar: su padre, aunque ejercía como alto directivo en el conglomerado público yugoslavo en los tiempos de Tito, también era médico, la profesión de mayor prestigio en su tierra. Ella comenzó los estudios en Polonia, los continuó en Yugoslavia y cuando estaba a punto de terminarlos, estalló la guerra que arrasó los Balcanes. Su hermana y ella –son gemelas y las dos estudiaban medicina– querían irse de intercambio a Brasil, pero su familia, pese a su situación económica más que desahogada, no estaba dispuesta a pagarles el billete de avión. Así que sus amigos polacos les decían que, con la cantidad de idiomas que hablaban –Duda, una decena–, por qué no se dedicaban a ser intérpretes entonces, en una Yugoslavia en descomposición y que se estaba llenando de periodistas de todo el mundo. Eso hicieron. Era un trabajo muy bien pagado. Pero no se limitaban a traducir; eran una especie de conseguidoras: «Si alguien nos decía que quería hacerle una entrevista a Milosevic, por ejemplo, lo lográbamos».
Así que, tras demostrar sus dotes para el oficio, ellas mismas se convirtieron en periodistas. Dubravka Jovanovic trabajó para el británico Channel 4 –«el que ven los intelectuales», presume– y para la cadena estadounidense ABC. Cubrió la guerra de Yugoslavia recorriendo todos los puntos de ese país extinto. Por su origen belgradense, llama especialmente la atención que pudiera trabajar sin problema en la Sarajevo asediada por el ejército serbio. «Lo viví como una especie de exclusividad, de privilegio, porque una serbia no podía estar en Sarajevo, pero allí me veían como a una de ellos», recuerda. Uno de los premios Emmy que atesora junto con su equipo es sobre la localidad bosnia de Gorazde, de las pocas que no cayó bajo dominio serbio. El otro premio lo ganó con un reportaje sobre los niños en la guerra. «Como soy médica de formación, no veo a la gente según su nacionalidad o su religión; sólo ayudo a quien sufre», afirma. «En Yugoslavia, que era un país socialista, nadie era religioso; fue con la guerra que la gente empezó a creer en Dios», explica, para deslizar que no fueron las diferencias religiosas las que provocaron el conflicto, y que no había odio entre las diferentes etnias: «La animosidad nunca es personal; si alguien dice que odia a un pueblo, cuando coincide con una persona de ese pueblo, cuando tiene un encuentro cara a cara, ese odio no aflora». «Todo el mundo es bueno; son las circunstancias las que nos hacen malos. Y también he llegado a la conclusión de que todos los seres humanos somos iguales y que sólo nos diferencian las costumbres. Decimos que la comida de nuestra madre es la mejor porque es a la que estamos acostumbrados».
A raíz de los conflictos que vivió, también reflexiona: «El nacionalismo es la emoción más baja; mientras piensas en la nación, no piensas en tu estómago vacío». Y una bonita metáfora, dentro de la tragedia que siempre es una guerra, es que ella muchas veces no sabía qué acreditación enseñar, porque los combatientes, los soldados, no llevaban uniforme, todos, los bosnios, los serbios, los croatas, los musulmanes, los cristianos, todos vestían igual, de calle.
Jovanovic fue testigo como periodista de los últimos conflictos del siglo XX. Además de Yugoslavia, también Chechenia, Ruanda o Somalia. Y fue en la guerra donde encontró el amor de un diplomático español. Cuando formaron una familia dejó el periodismo. Sí lo sigue ejerciendo su hermana, que vive en un avión entre Ucrania e Israel y que ha obtenido más de una decena de premios Emmy.
Duda es ahora testigo de cómo funciona la diplomacia en el siglo XXI: para empezar, en Bosnia, donde su marido abrió la primera embajada española, pero también en Israel durante la Segunda Intifada, en Libia en tiempos de Gadafi, en Rusia, en el Irak de 2004, en Turkmenistán… En cada país tiene una anécdota de impacto. Pero la discreción se impone. Y la modestia. Sí comparte lo que supone ser la esposa de un diplomático: «Si tu marido es diplomático, él se va a la embajada y ahí tiene su mundo; tú, sin embargo, no conoces a nadie y tienes que empezar de cero. Yo no quiero ni ir ni luego marcharme. Somos como los árboles: echamos raíces. A un preso lo peor que le puede pasar es que le cambien de celda. Y, peor todavía, que le cambien de prisión». A sus hijos, si esa vida les ha procurado una docena de idiomas, ello ha ido acompañado de un periplo por un montón de colegios; y cuando se hacen un mejor amigo, una mejor amiga, al año siguiente ya no está o son ellos los que se han marchado.
Lejos de sentir desarraigo, Duda, donde va, deja su huella. La de la guerra, dice, es una parte ínfima de su vida. La importante, la que la define, es la que lleva ahora: se involucra en la sociedad en la que le toca vivir y con sus problemas. Así, se hizo famosa en Montenegro, donde inició una campaña de limpieza de sus playas. De Málaga dice que durante los primeros años que pasó aquí vio una gran mejora que ahora ve el riesgo de que se revierta. Sea como sea, cuando su marido está en España, en el Ministerio, en Madrid, ella prefiere vivir en Málaga y lo espera trabajando aquí y descansando frente al Mediterráneo en su terraza, la de mejores vistas de toda la ciudad.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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