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La mayoría de las cosas importantes de mi vida ocurrieron en verano. Para empezar, nací en julio, por lo que el estío siempre ha sido sinónimo de cumpleaños. Mediasnoches, batidos y familia, los cumpleaños de los 80 eran sencillos pero no necesitábamos más. Más tarde, ya crecidito, mi cumpleaño era una excusa para juntar en la casa de mis padres en Chilches a los amigos en torno a una paella. Una de las muchas cosas que he aprendido de mi padre y de mi madre es que hay que tratar de mantener a los amigos de verdad cerca, porque son los que siempre estarán ahí cuando haga falta. Los últimos años he tenido la suerte de que julio me pillara de viaje, por lo que la celebración ha sido en el exilio vacacional, aunque también rodeado de amigos. Tengo que retomar la tradición paellera.
Los viajes son otro de los capítulos típicos de estos meses y algunos hasta te cambian la vida, aunque no te des cuenta a corto plazo. Del que quiero hablar muy cerquita, al municipio almeriense de Garrucha. Allí, en el verano de 2003, un grupo de becarios/colaboradores de este periódico fuimos a conocer los atractivos de la localidad natal de cierto especialista en Sucesos que siempre saca pecho de su patria chica. Lo especial de aquella escapada es que fue el primer viaje del que tengo constancia con mi pareja, que me sigue soportando 21 años después y a la que había conocido unas semanas antes en la propia Redacción.
No hubo destino exótico, ni lujos o largos vuelos, pero sin duda fue especial. Entonces nadie entonces daba un duro por nuestra relación, seguramente ni nosotros mismos. Bueno, yo tenía un poco más empeño que ella, las cosas como son. En Garrucha lo pasamos muy bien, fue corto pero intenso y, lo más importante, volvimos juntos. Después llegaron muchos viajes más –aunque no hemos vuelto a Garrucha, otra asignatura pendiente– y aquello parecía que funcionaba pese, o gracias a, esa capacidad que te da la juventud de no pensar mucho en lo que vendrá después.
En la recta final de otro verano, algunos años después, decidimos que íbamos a empezar a vivir juntos, otra prueba de fuego. Pasaron los años y formamos una familia, algo que nos hizo más felices de lo que nunca podíamos haber imaginado. Óliver llegó en la Navidad de 2012 y Dani, en el verano de 2016. Otra vez julio y de nuevo los cumpleaños, ahora rodeados de niños. Desde entonces y pese a todas las dificultades propias de cualquier hogar, que por supuesto las hay, el verano es ese pequeño paréntesis, un oasis sin colegio y con algunas semanas de vacaciones en el trabajo que esperamos todo el año y que nos permite hacer planes juntos, ya sea un viaje por Europa, una visita al parque acuático o una excursión con bocadillos a alguna calita de Maro.
Y aquí estamos, unas 500 palabras después, sin saber todavía explicar muy bien cómo convencí a vuestra madre.
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