![Cristina Rueda tiene la generosidad de compartir un testimonio que todavía le remueve y provoca tristeza.](https://s3.ppllstatics.com/diariosur/www/multimedia/2023/09/10/1470985316-U210319952969T-RnlMVlzegih4swgSO79HOzM-1200x840@Diario%20Sur.jpg)
![Cristina Rueda tiene la generosidad de compartir un testimonio que todavía le remueve y provoca tristeza.](https://s3.ppllstatics.com/diariosur/www/multimedia/2023/09/10/1470985316-U210319952969T-RnlMVlzegih4swgSO79HOzM-1200x840@Diario%20Sur.jpg)
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Cuando una persona muere, deja huecos. Algunos se ven, como la silla vacía en el almuerzo o en la cena. Los hay que se pueden escuchar, como las pausas en las frases cuando Cristina Rueda se corrige a sí misma. «Manolito era… No, Manolito es». Otros son un agujero entre el estómago y el corazón. Como si una corriente te atraviesa el cuerpo de arriba a abajo.
Cristina tiene esta sensación cuando mira el móvil y espera una llamada que sabe que ya no va a llegar. También la tiene cuando pasa por el restaurante favorito de Manolito, que era un apasionado de la buena cocina. Cristina tiene esta sensación cuando ve la videoconsola con la que tanto le gustaba jugar para evadirse. La siente cuando se obliga por las mañanas a salir de la cama.
Manolito ya no está aquí. Se fue. A otro lugar. Para todo el mundo, Manolito ya no es, Manolito era. Cristina, que es su madre, lleva ocho meses buscando palabras para lo que ocurrió el pasado 6 de enero. Ese día, en el que dos agentes de la Policía Nacional llamaron a su puerta y le comunicaron lo siguiente: hemos encontrado a su hijo, se ha precipitado, está muerto y todo apunta a un suicidio.
Las circunstancias de la muerte y todo lo que viene después sumergen a Cristina en un estado de trance. Así lo describe. Los primeros días están marcados por el vacío y la incredulidad. «Aún sentía que no había pasado nada, que en cualquier momento iba a entrar por la puerta. Luego viene la rutina. Lo cotidiano. Eso es lo peor», explica.
La muerte de su hijo llamó la atención. Cristina, que ahora tiene 64 años, es conocida en Málaga. Una médico de familia que ejercía su profesión con absoluta pasión. Tiene otra hija de 34 años que vive en Suiza y un marido del que se enamoró cuando apenas tenía 25 años y que es pediatra.
Manolito creció en una casa cerca de la playa y en un entorno en el que no faltaba amor. En una familia en la que no había que mirar el monedero para hacer determinadas cosas como ir de vacaciones o salir una noche a cenar. En una casa llena de sonrisas, rutina y muchas ganas de futuro. Manolito es un buen alumno y saca adelante todos los cursos hasta que empieza a torcerse un poco con la entrada en la adolescencia. Comienza a consumir cannabis a los 16 años. Un hecho que su madre califica de la siguiente manera: «Es cuando empieza el desastre de mi hijo».
El consumo da lugar a algunos problemas psiquiátricos y el radio se estrecha. En vez de trazar su camino o encontrar el amor, Manolito se aísla cada vez más y empieza a cuestionarse su propia utilidad. El apoyo de los padres siempre está ahí. Cristina le compra una casa por la zona de Cristo de la Epidemia para que su hijo tenga su propio espacio e independencia. Recibe atención psicológica. «Pensamos que hicimos todo lo que pudimos por él. Pero ahora pienso que una madre siempre puede hacer más», sostiene.
Pero Manolito tenía una urgencia interior que creció tanto que, en algún momento, no fue capaz de soportar más. Su muerte deja varias preguntas. Una es la del porqué. Y en los días especialmente oscuros, esta duda se convierte en algo más difícil de aguantar todavía: ¿en qué he fallado como madre?
Es un miércoles y el verano da sus últimos coletazos. Cristina viste de negro y está sentada en la oficina de Alhelí, una asociación que acompaña a amigos y familiares en los procesos de duelo por el suicidio de un ser querido. Compartir su testimonio es un acto de generosidad doloroso, pero que está dispuesta a hacer «por si puede ayudar a alguien que esté pasando por lo mismo».
La causa de la muerte, en un principio, es irrelevante para el duelo. Marca la diferencia, sin embargo, cuando se transita el proceso del mismo. Un suicidio siempre está acompañado por la culpa. ¿Cuál fue la última pelea? ¿Por qué no percibí nada? ¿Podía haber hecho algo más?
Los familiares que quedan, como Cristina, aprenden a convivir con esta culpa de manera tortuosa. Porque las respuestas, en la mayoría de los casos, no existen. «Te das cuenta de que tu vida ha acabado. Saber que nunca más lo vas a ver es insoportable. Tienes sentimientos muy complejos porque se mezcla la rabia, la culpa y la incredulidad», describe.
Desde que Manolito se quitó la vida, la culpa aparece en los pensamientos de Cristina y se comporta como una montaña rusa. «Es el sentimiento que más me cuesta superar. Va inherente a ser madre. Soy una madre y no he sido capaz de proteger a mi hijo», dice. Y otra vez renacen las mismas preguntas de siempre.
También hay pensamientos intrusivos. ¿Qué habrá pensando Manolito en el último momento? La última vez que toma una decisión en su vida. ¿Tenía frío? ¿Le temblaban las manos? Soledad. Determinación. Miedo. ¡Stop! Hay ideas que apenas se pueden aguantar.
Cristina tiene que soltar y en su cabeza aparecen imágenes en los que su hijo sonríe. «En mi imaginación no tiene 32 años. A veces, tiene 17, 15, 4, 8, 12, 32… Cuando fue su primer día en el colegio de El Palo, el primer día que fuimos con él a la playa de la Cala, el día que rescató a una perrita que estaba en una cuneta a punto de morir», enumera un mosaico con estampas que le reconfortan.
¿Por qué él y por qué suicidio? Una enfermedad terminal es otra cosa. Cáncer, por ejemplo. Con un cáncer uno puede digerir de manera racional lo que ha pasado. Se le puede echar la culpa a la maldita afección. Pero así… Así se crea un vínculo inevitable entre la persona amada y alguien que se ha querido quitar la vida. 'La persona 'x' salió del grupo' saltará en cualquier momento un mensaje en la pantalla del móvil. Mientras Cristina trata de orientarse en su nueva vida, el resto del mundo sigue girando como si nada.
Normalidad. ¿Cómo funciona la normalidad después de algo anormal, después de algo que cuesta mucho imaginar? A Cristina le ayuda tener a su hija, que es sostén y atlante a la vez. También hablar con claridad y sin necesidad de tener que disfrazar lo que ha pasado. Prefiere un trato auténtico con lo que ha ocurrido. Sostener una historia inventada para silenciar la palabra «suicidio» sería demasiado agotador.
Un suicidio impacta como una bomba atómica. Tiene un efecto irradiador y hace tambalear al núcleo familiar. Todos los cimientos imaginables se remueven. El entorno y las amistades se reducen. Muchas veces hasta la mínima expresión. Cristina lo nota pronto. «La mayoría de los amigos se va. Para enfrentarse a una madre que ha perdido a su hijo hay que ser muy valiente y la mayoría no lo es», expresa. «Otros me eluden directamente», añade. También está el dedo acusador invisible. Como si un suicidio infringiera las reglas de la sociedad. Al final, alguien ha rechazado una vida, el bien más valioso que existe.
Cuando Cristina cierra los ojos, se ve a sí misma caminando con su hijo por la playa de la Cala, en un día despejado. El sol acaricia suave y, por un momento, Manolito vuelve a ser ese niño lleno de alegría y generosidad que se hacía querer. El mismo que le pedía a su madre que luego le hiciera arroz con socarrat, el que le retaría después a una partida al Uno.
Cuando abre los ojos, la realidad es más cruda y retorcida. Vuelve la misma pregunta: «¿Por qué él?». Esta vez, acompañada de una certeza: «¡Daría todo por despedirme de él!».
*Si tú o alguien que conoces está pasando por un mal momento: Llama al Teléfono de la Esperanza (717.003.717). En caso de emergencia o riesgo inminente, llama al 112.
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