

Secciones
Servicios
Destacamos
Las ciudades también se pueden leer. En las calles están escritos los cambios de los hábitos de consumo, los procesos migratorios, la transformación de la estructura económica, las desigualdades y los problemas sociales o las vidas de sus habitantes. Una de las últimas líneas de esa novela con constantes giros argumentales que es Málaga narra la transformación de antiguos locales comerciales en viviendas, con un protagonista especial: el barrio de Miraflores de los Ángeles.
En los bajos de sus enormes bloques de pisos e incluso en las singulares entreplantas de algunos de esos edificios que antes estaban repletas de pequeños comercios abundan apartamentos –a veces diminutos– en los que viven personas solas, parejas y familias, bien en propiedad, bien de alquiler. Es un fenómeno especialmente llamativo en los callejones de la calle que da nombre al barrio. Y es que en algunos casos estos nuevos vecinos se han adueñado del espacio de calle que circunda las puertas de sus casas y han puesto ahí las cuerdas donde tienden la ropa o han plantado un sofá que hace las veces de coqueta terraza para las anormalmente agradables tardes de este invierno.
Todo apunta a que este proceso de cambio de uso de los espacios no ha acabado: en la mañana de un lunes de este mes de febrero, las que deberían ser unas bulliciosas calles con gente haciendo la compra, apenas cuentan con alguna panadería, algún bar apurando los últimos desayunos o los primeros aperitivos y contadas peluquerías; el resto son locales cerrados a cal y canto con las persianas echadas. Alguna persona comenta que muchos de estos últimos, en la práctica, ya son viviendas: «Levantas la persiana y ahí hay gente viviendo». Paco San Juan lleva toda la vida en un barrio que, dice, «ya no tiene nada que ver con el de antes»: «Hace años estaba lleno de tiendas de ultramarinos, por ejemplo, pero ahora la gente va a las grandes superficies, el comercio de barrio ha desaparecido y los propietarios de los locales prefieren convertirlos en viviendas».
Al final, es una forma de «economía circular», de reutilización de espacios y de evitar que estén en ruinas. Para el paisaje urbano resultan más vistosas las que muchas veces son primorosas fachadas de las viviendas unifamiliares empotradas en antiguos locales que verlos vacíos a través de cochambrosos cristales o caminar al lado de cierres metálicos oxidados o llenos de pintadas. Eso defiende María Ruiz, también vecina de toda la vida del barrio: «Antes de que los locales estén vacíos y llenos de mierda y ratas, mejor que se conviertan en apartamentos». «Han venido familias muy normales a vivir a estos espacios, pero hay de todo. Son como todos los vecinos. Por ejemplo, en la comunidad en la que soy presidente hay un señor que vive en uno de estos locales reconvertidos del que hay quejas, porque está sordo y pone la tele alta, pero lo mismo puede pasar con alguien que viva en un piso», añade San Juan.
También el comercio local que pervive ve bien el fenómeno. Por ejemplo, Alicia Gaspar, que regenta una carnicería desde hace treinta años, argumenta: «Entra gente nueva y las tiendas que quedamos esperamos que implique más negocio». Casi mejor la opción de la conversión en viviendas que otra alternativa que se estila en el barrio: proliferan los trasteros. Aunque hay quien señala otro problema sobrevenido: más gente son más coches, y el aparcamiento escasea.
Además, uno de los vecinos que mantiene un pequeño taller en un local circundado de viviendas dice, misterioso, que «escucha cosas» no del todo favorables a estos cambios de uso –que a veces no cumplen el mínimo de superficie y altura que marca la norma–, aunque concede que «la juventud lo tiene muy mal» con la vivienda y necesita encontrar alternativas asequibles. El declive del comercio local se topa aquí con la escasez y el alto precio de la vivienda. Y de la necesidad se hace virtud. Y negocio.
Que se trata de un proceso en ebullición se comprueba sólo con caminar por esas calles. Lo denota un cartel pegado en la pared que reza «compro tu local al contado». O el olor a pintura que sale de un recién reformado local en el que están entrando unas estanterías que aún no se sabe si van destinadas a una potencial oficina o a una vivienda. Y el testimonio de Antonio Ordóñez, que justo acaba de enseñar a una chica el local que tiene puesto la venta por 60.000 euros. En ese espacio su esposa regentó un salón de belleza, pero se retiró, lo cerró y alquiló el local a una ONG que ayudaba a realizar las solicitudes del ingreso mínimo vital hasta que perdió la subvención. Ahora, en lugar de arrendarlo, lo quiere vender. Y la persona a la que se lo acaba de enseñar lo quiere usar como vivienda. Aunque él deja claro que legalmente está inscrito como local comercial, es consciente que hay una probabilidad del 90% de que acabe siendo un hogar para alguien. Esa potencial casa tendría 25 metros cuadrados en la planta baja y otros tantos en una segunda o altillo. «El negocio del comercio se ha perdido y hay gente que no puede pagar un piso de 200.000 euros, pero sí uno de 50.000», justifica. Añade, además, que al espacio se le dará uso y, además, sin generar perjuicios a los vecinos: «Las viviendas vacacionales sí generan problemas a la vecindad, pero aquí no vienen turistas porque es una zona deprimida», explica.
Aunque Liz Martínez, paraguaya de 30 años, dice que está de vacaciones hospedada en uno de estos locales convertidos en viviendas. No sabe lo que paga porque su viaje de una semana a Málaga es un regalo de cumpleaños. Acaba de llegar y todavía está descansando antes de aventurarse por la capital y llegar a la playa.
Una señora que prefiere mantenerse en el anonimato está mudándose junto con su marido a uno de estos espacios en Miraflores. Lo acaba de comprar por algo más de 100.000 euros. La casa tiene dos alturas, pero no sabe con cuántos metros cuadrados cuenta porque dice que la operación es tan reciente que no tiene todavía las escrituras en su poder. Prefiere vivir en este barrio de gente trabajadora que donde residía antes, en Benalmádena: precisamente, allí ha vendido su anterior piso porque en todo el edificio los apartamentos se están destinando al alquiler vacacional, no podía dormir, tampoco podía disfrutar de la piscina comunitaria y tenía unos gastos de comunidad de 350 euros: «Y el piso tampoco era más grande que este, tenía 31 metros cuadrados».
Algo que llama la atención es la variabilidad de los precios: el primer señor lo tenía a la venta por 60.000 euros, la segunda mujer dice que ha pagado más de 100.000 euros, mientras que una joven pareja de poco más de veinte años dice que han comprado el local de 70 metros entre las dos plantas con las que cuenta por 32.000 euros, cifra a la que suman los 25.000 euros que han invertido en una reforma para dejar el apartamento totalmente a su gusto. El chico, David, explica que muchos de sus amigos y familiares han optado por esta manera de vivir. Y se les ve encantados. Este joven también aclara algunas cosas: ellos pagan la comunidad como cualquier otro vecino y, además, para poder haber convertido el local en vivienda el resto de vecinos ha tenido que dar su conformidad.
Unos chicos que trabajan para una de las comunidades de vecinos del barrio abundan en que éste es un tema de conversación cotidiano; y no sólo como constatación de un hecho, sino también como objeto de negocio. Uno de ellos, que no quiere dar su nombre porque está en plena jornada laboral, dice que se compró un local muy barato y que ahora lo vendería por entre 40.000 y 50.000 euros. «ése es el precio; mira, ése de esa esquina lo acaban de comprar por 34.000 euros, pero ése más allá, que tiene dos plantas, 70 metros y tres dormitorios, que está reformado con todos los papeles ya legales, podría costar 120.000 euros», afirma.
También hay otra pareja que vive en una de esas entreplantas antes estaban ocupadas por negocios porque la ha heredado de su abuela que tenía una academia, se jubiló y decidió darle uso cubriendo la necesidad de piso de la nueva generación de la familia.
El que podría ser el más veterano de los residentes en estos espacios de este barrio de Miraflores es Ricardo Luis (seudónimo), que tiene 70 años. Compró la casa hace veinte años y pagó 105.000 euros por ella. Fue una vez se divorció y tras pasar un tiempo en casa de sus padres. Entonces, dice, era «el momento en que los precios estaban más altos». «Ahora no recuperaría esta cifra, me temo, porque el último de los de por aquí se ha vendido por 24.000 euros», dice. Además, le faltan por pagar 60.000 euros de hipoteca. «Si lo vendiera, ni siquiera tendría para liquidar el préstamo», añade. Viene del Cristo de la Epidemia y si se decidió por Miraflores lo hizo porque cerca tenía su trabajo y porque no encontró nada ni mejor ni más barato. Aunque lo suyo ha padecido, porque si bien vive en un bajo, para acceder a la puerta de la vivienda tiene que salvar un buen puñado de escaleras y tiene una minusvalía del 61% por un accidente que sufrió y que le llevó a estar un tiempo en una silla de ruedas que está aparcada en una habitación. La casa la tiene primorosamente decorada, con el salón y su cocina integrada como primera estancia y al fondo, el dormitorio.
Los precios en compra son competitivos. Y lo mismo sucede con sus alquileres. Hablamos con Diego, de 32 años: paga 500 euros de alquiler por los 55 o 60 metros con que cuenta la vivienda en la que lleva ya un año de los ocho que este gallego acumula residiendo en Málaga. La propietaria, revela, tiene más o menos su edad y ha heredado el piso. Diego está apostado a la ventana enrejada junto con su perra. Quizás la escasez de luz natural es lo que más se puede echar en falta en estas casas, pero, como ventaja, señala, está no tener vecinos: el común tiene que entrar en el portal, compartir ascensor y descansillo, y él ingresa directamente de la calle a casa. No responde al estereotipo de persona que ha de vivir en estas opciones residenciales: de sus palabras se desprende que es un sofisticado empleado del Parque Tecnológico.
Pero María Rosa Pérez, que paga 450 euros mensuales, no está tan contenta: sí lo está con el barrio, que es tranquilo y de trabajadores, pero no con su casero, que le escatima reformas y renovación de un mobiliario que está en malas condiciones.
Para otra de las vecinas del barrio, Carmen Jiménez, que ve bien estos cambios de uso de los locales, estas rentas son demasiado altas. Porque, dice, las viviendas «son como un túnel»: sólo tienen luz en la parte delantera, conforme uno se va adentrando en la casa, ya no hay ni luz ni ventilación. «Los alquileres son parecidos a los de las viviendas normales», sentencia.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Almudena Santos y Lidia Carvajal
Rocío Mendoza | Madrid, Álex Sánchez y Sara I. Belled
Alba Martín Campos y Nuria Triguero
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.