M. mientras cuenta su historia a SUR Ñito Salas

Salir del infierno en patera: la historia de una solicitante de asilo

Testimonio. M., que hoy está en un centro de acogida de Cruz Roja en Málaga, fue obligada a casarse con un hombre de más de treinta años cuando ella tenía trece

Ángel Gallardo

Domingo, 5 de mayo 2024, 00:46

Había luna llena la noche que M. escapó de Marruecos. Su reflejo dibujaba en el horizonte la silueta de la Zodiac, pero apenas iluminaba el escabroso camino que conducía hacia ella. Cualquier otra fuente de luz podía llamar la atención de las autoridades. Unas ochenta ... personas, la mayoría hombres, conformaban la marabunta. Corrían despavoridos hacia la lancha, que los esperaba muy lejos de la orilla. Tropezaban con las rocas y se empujaban unos a otros. M. no paraba de caerse. Sentía cómo el resto le pasaba por encima. «Si no puedes seguir, te dejamos en tierra», le dijeron al verla renqueando. Ella se levantó como pudo y continuó.

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Llegaron atropellados. El agua les cubría por completo, por lo que no podían impulsarse en el suelo para saltar a la embarcación. M. lo intentaba con todas sus fuerzas, pero resbalaba. Veía cómo los demás lo conseguían. Ella no era capaz. Gritaba pidiendo auxilio, pero nadie la escuchaba. Cada vez se encontraba más sola ahí abajo. Cuando estaba a punto de perder la esperanza, alguien la cogió de los brazos y tiró hacia arriba. Nunca ha sabido de quién se trató. M. fue de las últimas personas en subir antes de que la patera emprendiera su viaje. No todas lo consiguieron. Dejaba atrás un infierno, pero también una parte de sí.

De la travesía recuerda poco. Gritos, mareos y vómitos que se prolongaron durante más de veinticuatro horas. Cuando llegó a Gran Canaria, estuvo dos días bajo custodia policial antes de ser derivada a Cruz Roja. Ahora vive temporalmente en un centro de acogida de la organización en Málaga. Tiene a su disposición recursos, alimento, asistencia psicológica y otras ayudas para facilitar su autonomía e integración en España, donde solicita protección internacional. Sentada en uno de los pupitres del aula donde aprende español, M. cuenta su historia.

Nació en Guinea, en el seno de una familia empobrecida y tras un parto que dejó a su madre en silla de ruedas. «Ella cuidaba de mí y yo cuidaba de ella», relata M. Recuerda que, cada viernes, la acompañaba a la mezquita para pedir algo de limosna con la que hacer frente a los gastos del hogar. Fue uno de esos viernes cuando sucedió: «Mi padre llegó a casa diciendo que tenía un pretendiente para mí, el hijo de un amigo quería que fuera su esposa», cuenta. «Yo no lo conocía». Su madre se opuso, pero la decisión ya estaba tomada. Entonces ella tenía trece años. El desconocido con quien se casó contra su voluntad tenía más de treinta.

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Cuando, a los catorce, descubrió que estaba embarazada de su primer hijo, se escapó y fue corriendo a casa de sus padres, pero se encontró con las puertas cerradas. «Mi padre me dijo que ya era una mujer casada y que debía estar en casa con mi esposo». Luego llegaron el segundo y el tercero. Su marido no trabajaba ni se preocupaba por la familia, por lo que ella se hacía cargo de todo. «Además de cuidar a los niños, yo tenía que salir a trabajar para conseguir algo de dinero», explica. «Tuve que mendigar para que mis hijos pudieran comer».

M. llegó a España escapando de amenazas Ñito Salas

Los trabajos esporádicos que encontraba no le reportaban los suficientes beneficios como para mantener a sus tres hijos y su madre enferma. M. se vio obligada a buscar otra vía. Con ayuda de su vecina S., contactó con una familia en Kuwait que buscaba una cuidadora para los niños. El contrato, le dijeron, sería de dos años y medio. Ella no tenía alternativa, de modo que aceptó. Se instaló en la casa de su empleadora, que vivía con su marido, sus padres y su hermano. Buena parte de su sueldo se lo hacía llegar a su madre a través del hermano de S. El resto lo ahorraba con la idea de comprar algún regalo para sus hijos cuando volviera.

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El hermano de la mujer para la que trabajaba, cuenta, intentó violarla en numerosas ocasiones: «Cada noche se acercaba a mi habitación. Yo intentaba explicarle que tenía tres hijos en Guinea, que si me quedaba embarazada de alguien que no fuese mi marido sería repudiada por los míos». Una de aquellas noches en las que no dejaba de insistirle, cuando ella se negó, él tomó un cuchillo y la apuñaló en la parte baja del costado. M. lo amenazó con contárselo a su familia, pero él le aseguró que jamás la creerían.

Se atrevió a hacerlo, pero sucedió lo que su agresor había pronosticado. «Todos se abalanzaron sobre mí y me golpearon por mentir», cuenta. «Me llevaron a comisaría y me acusaron de robarles sus joyas». La policía kuwaití la mantuvo bajo investigación durante un tiempo, pero no hallaron pruebas concluyentes que probaran aquella calumnia. Seguidamente, la familia decidió deportarla a su país. De acuerdo con el sistema 'kafala', un modelo de explotación laboral de migrantes presente en Kuwait y otros países del Golfo Pérsico, el empleador puede cancelar en cualquier momento el permiso de residencia del empleado. «La policía me llevó esposada al aeropuerto», asegura. Más tarde descubrió que la familia había rebuscado entre sus pertenencias y le había quitado todos sus ahorros.

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Cuando volvió a Guinea, su madre le dijo que debía irse. «Me dijo que mi marido y mi padre me estaban buscando, que volver había sido un error», cuenta M. «Si no me marchaba pronto, iban a hacerme daño». Pasó nueve meses escondida en la casa del hermano de S. Durante ese tiempo no pudo ver a sus hijos. Después marchó a Marruecos.

A los catorce años tuvo su primer hijo y luego llegaron el segundo y el tercero: «Tuve que mendigar para que pudieran comer»

Trabajó como limpiadora en Rabat y Casablanca durante dos años. Mantenía a los suyos como podía. Una mañana, recibió un mensaje de S. Su amiga había conseguido llegar a Canarias en patera. La travesía, según le dijo, había sido dura, pero un equipo de salvamento marítimo los rescató a tiempo. «Entonces empecé a pensar en mi situación en Guinea, Kuwait y Marruecos, sin ningún futuro», recuerda. Empezó a rondar por su cabeza la idea de cruzar a España. Lo consultó con su madre, que le advirtió de los peligros del viaje y le pidió que no lo hiciera: «Decía que siguiera aguantando en Marruecos, que con el dinero que les mandaba desde allí era suficiente». Pero ella optó por arriesgarse. «En mi país tenía amenazas por todas partes. No pensaba en el destino, sino en escapar de la situación en la que vivía».

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Consiguió el contacto de la organización criminal que la haría llegar a Canarias. La enviaron a Tahala, donde se mantuvo oculta durante cerca de un mes. Compartía habitación con otras nueve mujeres que, como ella, esperaban a la señal de los responsables para emprender su travesía. Los hombres se escondían en otra sala. Una noche apareció un tipo al que no había visto hasta el momento. Había llegado el día. Los subieron a un vehículo que los dejó en la costa. Entonces divisó la Zodiac a lo lejos.

Ahora M. está a salvo en España. «Tengo una cama en la que dormir y como mejor, pero no puedo dejar de pensar en cómo habrán comido mis hijos», dice. Ellos están en Guinea, con su abuela. Cada tanto, su padre va a buscarlos. Se refugian en casa de S. La última vez que se los llevó, además de no mantenerlos, los maltrataba. Desde que escaparon, el hermano de S. los protege de su padre.

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