Las notas que escribí durante aquel viaje se quedaron para siempre en un Nokia Lumia que murió antes de volver a España. Una tormenta de verano de apenas cinco minutos en Ouarzazate, Marruecos, fue suficiente para borrar todos los archivos que había creado con el móvil las tres semanas que duró el voluntariado en el que participamos Cristina y yo en ese pueblo cercano al desierto del Sáhara en agosto de 2015. Lo había dejado a la intemperie, olvidado, la red de wifi era escasa e Instagram no me robaba entonces una hora y dos minutos de media diaria.
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Nueve veranos después, con muchas maletas ya a cuestas, algunos recuerdos de esa vivencia veraniega regresan a mi cabeza nítidos como píldoras para curar el ánimo cuando flaquea. Por suerte, las revoluciones internas que nacen de algunas experiencias no pueden congelarse en débiles archivos digitales. Se sienten y ya está.
Aquel tiempo duró una eternidad y me enseñó a desacelerar. Como cuando era niña y el aburrimiento me llevaba a crear los mejores juegos con recortes de revistas, lápices y piezas Lego. Si no existía, lo creaba. Esa era mi pequeña revolución de verano en el pueblo en el que me crié, sin alborotos, con silencio suficiente para poder concentrarme en ser lo más libre posible. En Marruecos lo volví a vivir. Yo, que siempre busco hogar en las ciudades y sus bullicios. Contradicción.
Tenía algo más de veinte años cuando mi amiga de la universidad y ex compañera de piso me propuso el plan: pasaríamos las mañanas en uno de los colegios de Ouarzazate inventando juegos y actividades para niños y niñas de diferentes edades junto a otros voluntarios. Por la tarde y los fines de semana haríamos excursiones por el país. Las jornadas estaban organizadas por una asociación ('Association Générations pour les Chantiers Internationaux') que fundó Mustapha, un profesor de, por entonces, unos 40 años, con la ayuda de un grupo de chicos y chicas marroquíes. No recuerdo cuánto pagamos para ayudar a costear las excursiones y dietas, pero muy poco.
La premisa del proyecto era extraordinaria: si esta generación de niños y jóvenes no sale nunca del país –complicado– al menos se habrán relacionado con personas y culturas de fuera. Así fue. Todos aprendiendo de todos en un chapurreo de idiomas ajenos.
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Lo recordamos a veces cuando la vida nos deja vernos. Cristina y yo no podíamos contener las ganas de abrazarnos en la inmensidad del desierto, por la noche, tras la subida en camello. La tierra parecía unida al cielo. Nadie iba a dormir en la haima aquel día, sacamos las mantas para coger el sueño mirando las estrellas y abrimos los ojos con un amanecer que lo desbordó todo. Hoy he buscado en Internet la palabra 'Ouarzazate' y, para mi sorpresa, es una frase que en bereber, la lengua del desierto, significa 'sin ruido'. Ahora me doy cuenta: aquella inmersión me enseñó para siempre a encontrarme en el silencio.
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