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Casi ningún rincón del planeta escapa a la globalización. Ni siquiera los campamentos saharauis. Y ahora las niñas y los niños que vienen a Málaga a pasar el verano ya no son los de hace veinte o treinta años, cuando se maravillaban al ver el agua correr de un grifo, al encender la televisión, al abrir la nevera o al recorrer los pasillos de los supermercados con las estanterías repletas de cosas. Ellos ya tienen sus pequeños comercios en sus ciudades y ven películas y series, con lo que el factor sorpresa cuando aterrizan en un aeropuerto español, en el de Málaga en este caso, ya no es el mismo. Así lo cuenta Ana María Álvarez. Ella conoció a los niños de los ochenta y de los noventa porque convivió con pequeños del Sáhara en su infancia; ella fue 'hermana' de los niños saharauis que pasaban los veranos en su casa, acogidos por su madre, Pilar Camero. Entre ellos, por ejemplo, de Uahba, la madre de Hana, que es la niña que ahora pasa las vacaciones en su casa y que se llama así por ella, porque Uahba quería que su hija llevara el nombre de la malagueña con la que compartió los mejores veranos de su infancia.
Hana, de nueve años, es ahora la 'hermana' saharaui de la pequeña Daniela Chaves –hija de Ana María–, que confiesa que la espera con tantos nervios como a los Reyes Magos: dice que la noche antes de que Hana aterrizara en la Costa del Sol ni siquiera pudo dormir. Aunque los juegos, la edad y el atuendo idéntico que visten en esta tarde de julio las iguala, como sus sueños infantiles, en realidad las separa un mundo, y a veces asalta el extrañamiento. Como cuando Hana, que con mayor o menor disciplina trata de cumplir con el precepto del Islam que marca las cinco oraciones diarias, pregunta que por qué no hacen lo mismo Ana María, Daniela o Pilar. Aquí se reza menos, observa. Además, también tiene impreso en el carácter su pertenencia al pueblo saharaui, que desde mediados de los años setenta se encuentra en tierra de nadie, abandonado por España, la potencia colonial, e invadido por Marruecos. Así que un día cuando se le cayó la melfa, la prenda de vestir tradicional de las mujeres saharauis en la que tiene bordada la bandera de su pueblo, gritó que se le había caído «la sangre derramada del Sáhara». «No sabe explicar lo que sucede en su tierra, por qué los niños saharauis vienen a España a pasar los veranos –para saldar un poco esta deuda que este país tiene con esa gente–, pero sí es consciente de su historia», comenta Pilar Camero.
Los niños del Sáhara ya no tienen la sorpresa perennemente impresa en sus rostros durante sus vacaciones en España. Pero estas semanas explotan al máximo aquello que saben que no tienen en su tierra. Para empezar, incluso en los días de terral, en Málaga hace más fresquito que en los campamentos, donde estos días se han superado los 62 grados centígrados. Aunque en sus casas de allí sí tienen a veces aire acondicionado –son bastante populares las placas solares para proveerles de electricidad–, su forma de divertirse en el Sáhara pasa por los juegos en la calle, que abrasa en julio y en agosto, así que no encuentran cosa bonita que hacer durante el verano, al menos a pleno día, por lo que muchos de estos niños vienen a Málaga bastante trasnochadores y noctámbulos. Pero aquí, en la costa mediterránea, eso pronto se les pasa, porque tienen la posibilidad de agotarse durante el día disfrutando de lo más escaso de su vida en el desierto: el agua. Así que les encanta sumergirse en una bañera llena, en la piscina y, por supuesto, en la inmensidad del mar. Para Hana, de hecho, éstas son algunas de las cosas que más sabe que echará de menos cuando se le terminen las vacaciones malagueñas.
Faluka, la niña a la que acogen Daniela Arroyo, Fran Romero y sus hijos Mario y Jorge, flipa también con las pistolas de agua, y observando a los tres pequeños se puede adivinar lo divertidas que deben de ser sus guerras acuáticas. Pero es que además la pequeña Faluka ha aprendido a nadar en España y juega con sus 'hermanos' malagueños a buscar los aros que tiran al fondo de la piscina. La criatura nacida entre el polvo del desierto ahora se mueve en el agua como un pez. Así que está deseando que llegue el día en que se haga realidad el plan de ir al parque acuático. Ya fueron el año pasado y lo pasó en grande: «Ojalá le diera un poco de miedo tirarse al agua», bromea Daniela. Hace unos días la familia hizo una excursión al campo, al nacimiento de un río, y cómo disfrutó la chiquilla al notar el agua helada en sus piececillos. Pero Faluka no quiere ser sirena:tiene muy claro que será maestra en una madrasa (escuela).
Hablamos de 'hermano malagueño', 'hermana saharaui'. Porque ellos hacen lo mismo. Y lo expone gráficamente Rosi Delgado que, en referencia a su hijo Marco y a la niña saharaui que pasa las vacaciones con ellos, Jadiya, dice: «Se pelean y se quieren como hermanos». Y, vamos, que si los tiene que regañar por una travesura propia de la edad, los regaña a los dos por igual. Y si les tiene que comprar algo, pues lo mismo a ambos. Y así lo demostró en sus respectivos cumpleaños, porque uno lo celebra en diciembre y el otro en enero; si el muchacho tuvo su fiesta en España, a la niña, que para el día de la celebración ya estaba en el Sáhara, se la organizó a distancia: hay empresas en los campamentos que se dedican a ello sabiendo de la solidaridad de los hogares de acogida, la familia española hizo un ingreso por bizum y Jadiya y sus amigos comieron hamburguesas, pizzas y tarta en el festín. Y es que el compromiso que muestran estas familias de acogida por vacaciones no se limita a estos dos meses de verano, se extiende durante todo el año. Cada mes o cada tres meses mandan un paquete –algunos hasta con patinetes para los niños– y dinero. Además, muchos de estos pequeños repiten verano tras verano en la misma familia. E incluso la acogida pasa de generación en generación: a Hana la acoge la hija de quien a su vez recibió a su madre y lo mismo sucede con Faluka. Las familias malagueñas y las saharauis tejen sólidas redes.
Quienes son «nuevos», aunque llevan acogiendo ya dos o tres años a Jadiya, son Rosi Delgado y Antonio Díaz. Y quieren seguir repitiendo. Pero temen que éste sea el último verano que la pequeña pase en Málaga. Porque las niñas, cuando se desarrollan, dejan de venir: se convierten en mujeres y sobre ellas recaen las responsabilidades de los cuidados de sus familias, y éstas son numerosas. Así que Delgado y Díaz se sienten con esa responsabilidad de hacer que este posible último verano de la niñez de Jadiya sea feliz y muy especial. La pareja querría seguir acogiendo a otras niñas o a otros niños saharauis, pero para el pequeño Marco Jadiya es insustituible, irreemplazable: «O Jadiya, o nadie», dice. Pero veremos. Porque es hijo único y comenta que si bien durante el año hay veces que se aburre, cuando está su 'hermana' saharaui tiene compañía y con quien jugar y reírse siempre. Les gusta mucho el bingo, aunque lo dicen con la boca pequeña y un poco como con vergüenza, así que lo llaman «el juego de los números»: pero si lo han escogido es precisamente para que la muchacha aprenda y coja destreza con la aritmética en español. Y también se entretienen mucho con el Twister.
Lo cierto es que es importante que esta familia reincida en la acogida: la pandemia impidió que muchos niños saharauis vinieran a España, lo que ahora se une al descenso de los hogares dispuestos a ser su lugar de vacaciones.
A Faluka le gusta mucho el parchís y, además, bromea la familia, es un poco pilla y a veces hace trampitas: pone la ficha entre dos casillas para así tener margen de maniobra y contar según su conveniencia para comer o no comer y, sobre todo, para evitar ser comida. También maneja muy bien la Nintendo. A Jadiya lo que le chifla es la tablet, donde sobre todo ve bailes saharauis en YouTube. Aunque, ya lo sabemos, los juegos en el agua son los reyes: Jadiya también ha aprendido a nadar en España y en el día de piscina que tuvieron todas las familias y los niños saharauis acogidos en Málaga –han venido treinta en total a la provincia dentro del programa 'Vacaciones en paz'– ya dijo que ella no necesitaba manguitos ni nada, que ya era mayor. Bucea mejor que nada, dice Rosi, que está procurando que practique más para poder mantenerse a flote. Sea como sea, Jadiya es la primera en entrar en el agua y la última en salir.
Ésa, la de cuidarlos durante los juegos en el agua, los padres la sienten como una gran responsabilidad. Y también cuando caminan por la calle, porque son niños que no están acostumbrados al medio acuático ni tampoco a las normas de la circulación y a la que te descuidas un coche se los puede llevar por delante. Por eso hay familias que sí acogerían… pero… les supone asumir demasiada carga. Porque también incluye realizar las recomendadas revisiones médicas, por ejemplo: así que las visitas al dentista y los análisis de sangre se intercalan necesariamente con la playa y los juegos.
Pero la utilidad de este ejercicio de solidaridad es indiscutible. No sólo para regalar a los niños saharauis unas vacaciones divertidas. A los pequeños malagueños, a Marco, por ejemplo, conocer a Jadiya le sirve también para ser consciente de que no todos los niños tienen una vida como la suya: «Es que no es que no tengan una tablet, es que no tienen un váter, es que no tienen luz a veces. Es que una de las cosas que más disfruta Jadiya es quedarse debajo del agua de la ducha. A su familia sólo le dan una bolsa con agua que les tiene que durar todo el mes para lavarse, cocinar...», y añade: «Tenemos mucha suerte, aquí todo es fácil, pero allí todo lo tienen muy difícil: no pueden ir en coche y tienen que andar por el desierto con el calor».
Aunque todos los saharauis son niños que son queridísimos en sus familias. Y, de hecho, estas familias malagueñas comentan que cuando llega el final del verano y se acaba su estancia, lo pasan mal porque saben que los van a echar mucho de menos, pero, por otro lado, están contentos porque son conscientes de que vuelven con su madre, con sus hermanos, con su familia, donde se les quiere, con quienes, cuando están de vacaciones en Málaga, hablan por teléfono a diario, o casi, porque como suele ser habitual entre los preadolescentes, empiezan a tomar distancias con sus padres para reafirmar su identidad y su espacio.
Algunos de estos pequeños tienen a familiares trabajando en España. Y como además pasan aquí unas semanas al año, ya notan su corazón 'partío' entre el Sáhara y Málaga. Así que Faluka se siente un poco de aquí y otro poco del desierto. Y una de las cosas que quizás le tira de España es la comida. «Va a kilo por semana», bromea Daniela, su 'madre' española, que destaca cómo le aprovecha el alimento. Le encanta la tortilla de patata –y en general todo lo que sea patatas con huevo–, el helado de fresa y el sandwich de nata. En general, los helados les privan a estos niños saharauis. En su tierra no pueden disfrutar de esos sabores fríos y dulces. Y Jadiya ha comido gambas por primera vez en su vida: las miró extrañada, pero las probó y le encantaron. «No come mucha cantidad, pero come de todo», dice su familia. La de Hana destaca cómo ha saboreado hoy mismo el pollo asado. Aunque lo que Faluka se llevaría al Sáhara en avión desde Málaga sería la cama: en su casa no tiene; de hecho, una leyenda que corre que vuela entre las familias de acogida es que los niños saharauis prefieren dormir en el suelo, porque es a lo que están acostumbrados, y que si lo hacen en una cama, es probable que se caigan o que, sin caerse, aparezcan por arte de magia en el suelo al día siguiente. Pero Faluka quiere su cama.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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