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Quizás el secreto radique en el poso de la tranquilidad emocional que proporcionan las jornadas de asueto. Tórridos días convertidos en momentos de lectura de una actualidad que brota de los asuntos más nimios. Si los inviernos en Montejaque se caracterizan por el silencio sepulcral en el ocaso de los domingos, el verano es luz que torna en sofoco en calles ausentes hasta que el sol se opaca tras el Hacho, la montaña que almacena la melancolía de la infancia cuyas faldas abrazan charcas que hacían de mar sin olas, donde la pandilla cultivaba amistad y confidencias sobre esos primeros amores cobijados en el anonimato. En la Puente, en la Dehesa o en abrevaderos de los Cucaderos se fraguaron relaciones algunas con décadas de afecto. Impertérritas vaya...
Y es que ser de pueblo es tener una deuda constante de recuerdos y de ausencias sonadas cuyo paso del tiempo no logra mitigar. Igual que esos largos paseos hasta Tavizna para refugiarse entre rocas donde anidan rapaces que otean el horizonte casi imperturbable siglos después. Sentado en mojones que serpentean la carretera que en tu imaginación parece conducir a ninguna parte esperas paciente a que las cabras montesas desciendan casi desde el cielo para calmar la sed, o para balancearse en el puente tibetano recién construido en la Presa de los Caballeros. Un espectáculo para la vista. Así transcurren unas vacaciones sinónimo de remanso de paz.
Avanzado el estío, llegan las fiestas que alteran la quietud propia del entorno. La algarabía es bien recibida en cuanto al reencuentro de vecinos que sólo saludas una vez al año, alejados como están de un pueblo que añora a sus seres queridos. Y ahí te das cuenta de que todo sigue igual, sólo cambia el calendario que marca una edad que avanza hacia la senectud que hasta hace bien poco contemplabas con distancia. Es como el espejo que refleja tu identidad, tu esencia, el futuro visto desde el pasado viviendo en el presente.
El epicentro de la vida en Montejaque es la plaza donde convergen las charlas entre abuelos que juguetean con los nietos apoyados en el bastón que cuida de su salud y las reuniones de amas de casa que en desayunos sin fin dan pábulo a los chismorreos. La noche empero no confunde los sentimientos que se desperezan entre familias que aprovechan julio o agosto para rememorar esos instantes sin fecha antes de que la emigración les empujara casi al olvido.
Los bares que circundan la plaza frente a la majestuosa iglesia retienen el tiempo, comparten vivencias, laten al ritmo del tañido de las campanas: las del ayuntamiento emplazado en el lugar más noble marcan el ritmo diario, cuando el reloj no distorsiona la realidad, y las del templo que avisan de la misa semanal, advierten de la de difuntos el viernes por la tarde o alertan de un fallecimiento imprevisto que altera el corazón. Las vacaciones son una maraña de sensaciones que explotan en el alma en forma de desazón cuando llega la hora de plegar la infancia y dejar atrás la silueta de Montejaque, posiblemente el pueblo más bonito del mundo.
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