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Alejandro Molina tiene 49 años y le acaba de dar un nuevo rumbo a su vida. Tras 17 años regentando un negocio en Málaga con el que ya no se identificaba, traspasó el local y se acaba de hacer peluquero. En sus vidas anteriores ha ... sido militar, conductor de camiones, de autobuses y hasta de una retroexcavadora, también ha trabajado en un párking y además ha sido, como dice, «chico de oficina», entre otras cosas. Como no tiene responsabilidades familiares, cuando algo no le gusta, busca otra cosa, explica: «Me puedo permitir estos lujos, este empezar de nuevo». Dice que ésta es su última oportunidad de cambio, su última reinvención. Aunque, acto seguido, rectifica y concede que nunca se sabe qué le puede deparar la vida.
Este salto profesional ha sido meditado, la peluquería le gusta y se ha formado a conciencia: acaba de pasar diez meses en la escuela Antonio Eloy y un buen día, un sábado de noviembre que parecía de junio, cogió sus bártulos de barbero bien organizados en una mochila y se colocó bajo la Chimenea de Los Guindos a cortarle el pelo a su amigo Andrés Lara. Y es que, claro: tras sus estudios está buscando trabajo en una peluquería, necesita que lo vean, por si, utilizando el lenguaje deportivo, se pudiera producir un fichaje por parte de un ojeador del sector. Pero sobre todo lo hace para coger práctica. Porque explica que tras la formación en la escuela, uno no sale con la destreza suficiente que piden los empresarios de la peluquería: lo que se demanda en esta actividad es que cada media hora desfile un cliente y para llegar a esa velocidad, se necesita práctica. «El que sale de la escuela con ese ritmo, es que antes ya venía enseñado y, claro, con los nueve meses del curso, ya es un fiera. A los demás, si nos contratan, es que el dueño de la peluquería recuerda cómo empezó y es empático», reflexiona. Pero, en general, se queja de que en todas partes piden experiencia. Se ha recorrido Málaga, Fuengirola o Benalmádena y ha repartido no menos de medio centenar de currículums.
«Ha sido un poco improvisado, pero hace buen día y aquí hay muy buena iluminación», dice Molina, hablando de esta sesión de salón de belleza masculina sobre la arena. Efectivamente, son alrededor de las dos de la tarde y el sol sigue iluminando desde el sur y desde muy alto. Para estas prácticas, entre otras cosas, están los amigos como Andrés, que dice que ya es la tercera vez que su colega le mete la tijera. Y se le ve satisfecho con el resultado. «Para estar parado en mi casa, practico aquí», afirma Molina. Confiesa que ya había visto por tik-tok a gente que desarrolla este tipo de iniciativas.
Aunque Molina no se amilana y dice que se prestaría a cortarle el pelo a alguien que lo viera en la playa con su peluquería ambulante y le demandara sus servicios. A un chico, le haría el corte y el peinado que le pidiese. A una chica sólo se atrevería a cortarle las puntas: «La peluquería femenina es muy diferente», se justifica.
Si no encontrara trabajo pronto, no descarta abrir su propia peluquería. Quién sabe, dice. Pero días después de ese sábado de peluquería ambulante en la playa de la Misericordia, cuenta que le van a hacer una entrevista para entrar a trabajar en una peluquería de Benalmádena. Y vuelve a aparecer bajo Los Guindos. Quizás para despedirse. O puede que siga yendo por allí de vez en cuando a cortarle el pelo de balde a los amigos. O a quien se lo tope por allí y necesite asear un poco su apariencia.
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