ÁNGEL NUÑO
Domingo, 2 de febrero 2025, 01:00
En esta fiesta de la Presentación, la liturgia nos propone un pasaje evangélico de una grandísima belleza. Los padres de Jesús acuden al Templo para presentar al niño, en señal de fidelidad a Dios y a sus preceptos. Allí se encuentran con Simeón y Ana, peregrinos de la esperanza. Ambos, en efecto, esperaban al Salvador, el consuelo de Israel. El anciano Simeón vivía con la esperanza de contemplarle con sus propios ojos. El Espíritu Santo así se lo había revelado. Y él no abandonaba la esperanza de que llegara el día en que se cumpliera la promesa. Por su parte, Ana, no se apartaba del Templo. Su espera era activa: servía a Dios día y noche con la esperanza de ver al Mesías. El día que tanto esperaban, finalmente llegó. Pero antes, quizá en algún momento, podrían haber pensado que, siendo ya ancianos, sus ojos se apagarían antes de ver al Salvador. Sin embargo, sus ojos no se apagaron; la esperanza que mantenía en vilo sus corazones tampoco lo hizo. El día indicado llegó y allí les encontró el consuelo de Israel, el Mesías. Tras contemplarlo, el gozo del encuentro les convirtió en testigos: proclamaron su fe y su profunda alegría. Que nuestros ojos nunca se apaguen, que no desfallezca nuestra esperanza, que no confundamos la luz del Mesías con destellos fulgurantes pero efímeros y que nos convirtamos, como Simeón y Ana, en testigos que peregrinan en la Esperanza que no defrauda.
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