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Magdalena Martín es catedrática de Derecho Internacional Público de la Universidad de Málaga y junto a Esther Barbé, catedrática de la Universidad Autónoma de Barcelona, ... ha dirigido un trabajo de reciente publicación: 'La violencia contra las mujeres en un orden internacional en transición' (Aranzadi). El texto parte de un presupuesto: «La violencia contra las mujeres constituye una de las violaciones más generalizadas y graves de los derechos humanos que hunde sus raíces en la estructura de poder basada en el género». En otras palabras: la violencia machista se debe a la desigualdad. Y si bien se ha ido construyendo un régimen normativo para eliminar la violencia y proteger a las mujeres, este problema mundial no sólo no desaparece sino que parece aumentar en un contexto que califican de «orden internacional en transición» que se caracteriza porque una red patriarcal conservadora tradicional, en nombre de la guerra contra la que califican de «ideología de género», trata de reformular las normas internacionales y de hacerlas desaparecer.
–¿A qué violencias se enfrentan las mujeres, de qué intensidad son y qué modalidades adquieren según donde se nazca?
–Nosotras en el trabajo que hemos realizado vemos que se producen situaciones múltiples de violencia contra la mujer en el ámbito internacional siguiendo la definición de las Naciones Unidas, que habla de violencia física, psicológica, económica, emocional o en los conflictos armados. Nuestra preocupación en el libro era contrastar cómo durante mucho tiempo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, se había construido un régimen jurídico de protección internacional para intentar alejar a la mujer de situaciones de violencia. Pero nos hemos encontrado con que a partir de 2015 se ha realizado un intento de desmontaje de ese sistema. Y lo que queríamos analizar era por qué se había producido ese desmontaje y sus consecuencias. El presupuesto de partida es que todas estas violencias contra las mujeres están vinculadas a la desigualdad, ése es su origen último. Mientras no se acabe con la desigualdad, mientras las mujeres estemos en una situación de desventaja, será el caldo de cultivo para la violencia.
–¿En las sociedades más desiguales hay más violencia contra las mujeres o donde éstas luchan por la igualdad, la violencia patriarcal se exacerba?
–No hay una respuesta tajante. Pudiéramos decir que en situaciones donde hay mayor desigualdad la mujer está más expuesta a la violencia. Pero también en sociedades donde el derecho ha conseguido grandes avances en términos de igualdad, en los países nórdicos o de la Unión Europea, eso no ha acabado con la violencia, o incluso se han producido situaciones de repunte. Eso tiene que ver con otro hecho que tratamos en el libro: la lucha por la igualdad de derechos y contra la violencia de género es ahora el caballo de batalla de la politización y la lucha ideológica. En sociedades tan avanzadas como las nórdicas en Europa, la interpretación y aplicación de las normas se ha convertido en un elemento de confrontación, lo que exacerba la violencia.
–En occidente se les dice a las mujeres que ya han logrado la igualdad y que ahora lo que han de hacer es luchar por las mujeres afganas, que son quienes de verdad sufren violencia.
–Bueno, yo creo que hay que luchar por las mujeres afganas, porque la situación alcanza ya tal dimensión que para definirla se usa el concepto de apartheid de género, es decir, de una segregación sistemática que aparta a la mujer de la vida pública. Hay que ser muy tajantes con las teocracias que no respetan los derechos de las mujeres y señalarlas. Pero eso no significa que en el resto de sitios hayamos llegado a una igualdad real, porque los datos demuestran que esa igualdad real no existe. Si analizamos los dos baremos por los que la ONU mide la igualdad, la participación en la vida pública y el empoderamiento económico, estamos muy lejos, pero muy, muy lejos, de haber logrado esa igualdad. De los 193 estados de la ONU sólo 22 tienen a una mujer como jefa de Estado o de Gobierno. Y entre las grandes empresas las mujeres directivas no llegan ni al 6%.
–También se culpa a las mujeres y a su lucha por la igualdad de la subida de la ultraderecha.
–Está calando mucho en los movimientos populistas ultraderechistas que la lucha por la igualdad y contra la violencia que padecen los mujeres son valores extranjeros, que nos vienen impuestos por la ONU y que van en contra del concepto clásico y de los valores y principios de la familia. A ciertos movimientos les conviene usar argumentos, los migrantes o las mujeres, porque parece que sus derechos atacan a la clase media o a la clase media-baja o al nacional. Y eso cala en momentos de desafección y cuando necesitamos encontrar culpables del descontento social.
–¿Y cómo se puede estar retrocediendo cuando nunca antes en la historia el movimiento feminista había sido tan global?
–Porque se está produciendo un fenómeno de separación entre la sociedad civil y la clase gobernante. A nivel social es verdad que esa conciencia se toma, pero donde se adoptan las decisiones políticas, jurídicas, normativas, es donde se está produciendo esa erosión, ese retroceso. No es sólo el libre comercio el que vemos amenazado con aranceles; derechos consagrados en tratados internacionales sobre los que no había discusión también se están tambaleando.
–¿Qué impacto puede tener la nueva presidencia de Trump? Ha habido hasta análisis de los mensajes de la feminidad y la masculinidad «correctas» que transmite su equipo de gobierno...
–En su primera presidencia ya dio síntomas de esto, de esa reinterpretación del concepto de lo femenino y de los derechos de la mujer, que son sólo determinados derechos, y que no se puede pasar de ahí porque si no ya se convierte en un atentado contra la soberanía nacional. Por ejemplo, los derechos sexuales y reproductivos se han impugnado: en 2020 el Tribunal Supremo de EE UU acabó con el derecho al aborto como un derecho constitucional.
–Y ello con cómplices entre las mujeres, como las 'tradwives', que operan en redes con una imagen atractiva por cómoda.
–Sí, hemos perdido la batalla del relato. Estamos trabajando desde una perspectiva científica que no llega, que no cala. Nuestra narrativa no la tenemos bien trabajada y ellos, sí, manejan muy bien las redes sociales, te ponen determinados modelos de mujeres triunfadoras y cuyo papel es menos costoso e incómodo que asumir otro tipo de feminidad. Frente a eso, no somos capaces de transmitir que los derechos que se dan por adquiridos se empiezan a erosionar. Hay que hacer autocrítica y pensar que estos estudios y reivindicaciones hay que plantearlos de otra forma, con firmeza, con serenidad, pero sabiendo usar las armas que tienen los otros.
–Hay una cuestión divisiva dentro del feminismo: la prostitución. ¿Qué posición tiene usted y cómo cree que ha de abordarlo el Derecho Internacional?
–En el momento en que la prostitución se transforma en un crimen, en trata de personas, debe ser perseguida. El Derecho Internacional debería ser más contundente, porque no se respeta la voluntad de la persona, hay empleo de la fuerza y explotación económica. El tanto por ciento de mujeres que libremente quiere ejercer la prostitución yo creo que igual hay que respetarlo. Comprobar que existe esa libertad es difícil.
–También surge de vez el cuando el debate sobre el relativismo cultural, es decir, si hay que juzgar cómo trata una cultura a sus mujeres en virtud de los valores y tradiciones de esa cultura. Éste es un dilema también para el Derecho Internacional.
–Lo es, pero yo en esto sí soy un poco más radical. Yo creo que los derechos humanos son universales. Estamos hablando de la dignidad más básica, del derecho a la integridad física, a la salud, a lo básico, y eso debe ser exigible a todas las culturas. Ahí sí que no transijo. No se puede aplicar un doble estándar cuando se habla de los derechos de las mujeres.
–La agenda feminista ha colisionado con la de los derechos de las diversidades sexuales.
–Aquí se mezclan dos planos distintos. Por un lado, los derechos de las mujeres como el 50% de la población, que se entrecruzan con agendas que son a lo mejor más incisivas, y que se han planteado como si fuesen antagónicos. Pero es porque los derechos de las mujeres como derechos humanos, esa conciencia, esa categoría, se ha degradado. La mujer, por el hecho de serlo, parte de una situación de desventaja. Si a eso le sumas que además eres negra, que tienes una orientación sexual no normativa, si tienes una situación de vulnerabilidad... hace que tu lucha tenga que ir más allá. Pero hay que partir de la base de que todo eso se entrecruza con una condición, que es la de ser mujer, y que agrava las desventajas.
–¿La justicia es patriarcal?
–Esto es difícil de entender si no se tiene en cuenta la desigualdad de la que partimos. En los últimos datos de acceso a la Judicatura, las mujeres estaban por delante de los hombres, pero no en el top. En el Tribunal Europeo de Derechos Humanos hay 46 jueces y de ellos sólo hay doce mujeres. El derecho tiene género y produce género. Si quienes interpretan las normas son hombres, lo hacen pensando en la categoría genérica de hombre, con la mentalidad de hombre. Así que yo creo que en este sentido se puede decir que es patriarcal. Yo no me meto tanto en la ideología que puedan tener cada uno de los hombres, sino en que hay una estructura, una superestructura, que nos lleva a esa situación. Estamos muy acostumbrados a que en los máximos órganos del Poder Judicial la presencia de las mujeres no es paritaria, ni mucho menos. En los tribunales internacionales está muy comprobado: cuando ha habido más mujeres es cuando se han producido sentencias que tienen que ver con el concepto más avanzado de crímenes de violencia sexual, porque los hombres no es que sean machistas, es que no se lo plantean. Tiene que llegar una mujer para que diga que en un interrogatorio no hay que preguntarle a una víctima cuántas veces ha sido violada o en qué orden la violaron, porque la mujer en ese momento de shock no tiene por qué saberlo y no puede entenderse como un elemento que reste credibilidad. La perspectiva de género es eso, que es lo necesario en el poder judicial.
–Ahora que en muchos países se cuestionan los derechos de las mujeres, ¿es hora de apelar a la protección internacional?
–Es una idea muy interesante desde el punto de vista político y técnico, porque lo que se está produciendo y que me horroriza como jurista es una despositivización, una desregulación. El freno que existe para los Estados, el compromiso con el cumplimiento de los tratados internacionales, se está resquebrajando. Y eso está ligado también a la desmultilateralización creciente. Precisamente, se está intentando cambiar el Derecho por la política, lo que favorece que sea el poder quien defina lo justo.
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