Si Julia quiere saber cuándo le viene la regla, lo puede consultar con su móvil. También, si quiere pagar, reservar un hotel o descubrir cuántas calorías ha quemado esta tarde en el gimnasio. Además, camino a casa de sus padres, después de salir de fiesta, ... manda mensajes de voz a sus amigas para señalar que todo está bien. No se sabe el número de ninguna de ellas de memoria. ¿Para qué? Todos están guardados en su móvil.
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Julia acaba de cumplir 18 años y es una estudiante más de segundo de bachillerato en Málaga. Actualmente, es propietaria de 'smartphone' número dos. El primero se lo regalaron cuando tenía 14 años. No hubo un motivo especial. En fin, todos los demás también tenían uno. Desde entonces, el móvil siempre va con ella y siempre está al alcance de bolsillo. Por las mañanas, a mediodía, por la tarde y por la noche.
Realmente, el móvil es un acompañante permanente, un todo en uno. Televisor, cámara de fotos y vídeo, portátil, navegador, 'walkman', radio, cronómetro, periódico, linterna, calculadora o teléfono. Y muchas cosas más. Una verdadera navaja suiza de la era digital.
El pequeño aparato se ha convertido, admite, en algo así como la central de mando de su vida. En un principio, esto no diferencia a Julia de la mayoría de adultos. Eso sí, genera algunas preguntas: ¿quién tiene el control sobre quién? El humano sobre la máquina? ¿El cerebro sobre el aparato? ¿O es al revés?
La mirada a adolescentes como Julia es interesante porque forman parte de la primera generación de nativos digitales. Han crecido con naturalidad con el móvil y con la misma naturalidad aprenden de manera digital. Como ya se ha dicho: los adultos también utilizan el móvil. Ellos, asimismo, lo han integrado en el día a día. Si los pequeños multiusos desaparecieran de repente, los mayores también tendrían que afrontar un proceso de readaptación.
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Hay una diferencia sustancial: los jóvenes que van a cumplir ahora 18 años no conocen otra realidad. Cuando nacieron, muchos padres ya tenían un móvil. Según el INE, el 66% de menores de 13 años tiene un 'smartphone'. La tendencia es ascendente. El dato no deja mucho lugar a dudas. Otros estudios reflejan que los jóvenes pasan hasta seis horas al día mirando la pantalla. Si se resta el tiempo que se dedica a dormir y el que se pasa en el instituto, no queda mucho más.
¿Qué hacen durante tanto tiempo? Y, sobre todo, ¿qué hacen los dispositivos con ellos? De las respuestas también depende si una regulación estaría justificada. Y, si es así, cómo ésta debería ser. El debate sobre el móvil hace tiempo que atraviesa a familias y a centros educativos por igual. La Junta de Andalucía acaba de anunciar su prohibición en los institutos. Ahora, el Gobierno central planea una medida similar para los colegios.
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En realidad, las discusiones sobre el móvil son casi tan frecuentes como su propio uso. Muchos padres se preocupan cuando se dan cuenta que la principal imagen que tienen de sus hijos se puede resumir de la siguiente manera: doblados hacia adelante, con mirada fija y dedos ágiles.
Hay muchas voces que apremian estos miedos. Una de ellas es Macu Cristófol, portavoz de Educación Digital Responsable, una plataforma formada por padres que defienden retrasar la edad en la que llega a casa el primer móvil. «Es mucho más que un elemento de distracción. Hay problemas de conflictividad relacionados con el uso de teléfonos móviles», asegura. «Estamos hartos de atender a chicos y chicas que están con la salud mental quebrada», añade. Cristófol, que es profesora en un instituto de secundaria en Málaga, concluye que el móvil ha contribuido a la «sofisticación del abuso». Dicho así, suena casi apocalíptico.
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Abundan los estudios de todo tipo. Seleccionados de manera selectiva, dan para apoyar tesis a favor y en contra de regular el uso del móvil. En muchas se sugiere que los jóvenes se encuentran más solos, más depresivos y con más miedos que los de anteriores generaciones. ¿La culpa? En este caso, supuestamente, del 'smartphone'. Hilando, esto significa que en las próximas décadas veremos a cada vez más jóvenes que conocen el 'emoji' adecuado para una determinada emoción. No, sin embargo, cuál sería la expresión del rostro correcta.
El sociólogo malagueño, Luis Ayuso, en un amplio trabajo publicado junto al catedrático de la UMA, Félix Requena ('La gestión de la intimidad en la sociedad digital'), ofrece una visión menos pesimista sobre el uso del móvil. Es muy probable, se señala, que el 'smartphone' contribuya a reducir las interacciones personales. «Para ligar, por ejemplo, sabías que tenías que ir a un bar, a una fiesta», precisa Ayuso. Ahora, la fiesta es permanente y discurre en Instagram o TikTok. El sociólogo defiende que los jóvenes se desenvuelven con naturalidad en esta realidad digital.
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Las posibilidades que ofrece el 'smartphone' duplicarían los posibles riesgos.
Belén Lucena es psicóloga en Coín. Dirige el centro 'Sonríe y Pestañea', especializado en la atención a jóvenes. Lucena huye de discursos catastrofistas. «Educación, educación y educación. Igual que educamos a nuestros hijos en otras cosas, lo debemos educarlos en el uso del móvil», insiste. Utilizado de manera correcta, asegura, el móvil es una herramienta pedagógica más. «Creo que estamos obviando el verdadero problema, que es que muchos padres no tienen el tiempo suficiente para dedicarlo a sus hijos. El móvil se convierte en un sustituto fácil para muchas cosas», precisa.
Volviendo a las aulas, también hay discursos desde dentro que ven en las recientes regulaciones amagos de inseguridad por parte de un profesorado que se siente sobrepasado por la tecnología. El 'smartphone' se habría erigido en el gran símbolo de esta digitalización. «La digitalización ha perforado y, en algunos casos, ha invertido la relación de poder entre el alumno y docente. Uno tiene que aprender a vivir con el hecho de que muchos jóvenes nos llevan la delantera en este sentido», asegura Inmaculada Díaz, profesora de secundaria. «Y asumir esto no es algo fácil para algunos compañeros».
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«Bien utilizado, el móvil podría ser una herramienta pedagógica muy potente. A veces, me sorprendo con lo poco que saben los propios adolescentes sobre las funciones de su móvil. Se pasan horas en Instagram o YouTube, pero no saben que tienen una calculadora o que hay aplicaciones de cálculo muy interesantes», añade.
Otra pregunta que cae siempre es la siguiente: ¿a partir de qué edad se debería tener un móvil? Belén Lucena no quiere fijar un límite concreto. «Lo que importa es el grado de madurez. Hay niños de ocho años que pueden utilizar de manera más responsable un móvil que un adolescente de 17 años», dice. Luego, la experta insiste otra vez en la importancia de la educación. Esto, en realidad, no es nada nuevo. Evitar que los jóvenes se vean expuestos a demasiados problemas siempre ha estado vinculado a la educación que reciben por parte de los adultos.
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Tampoco se abre aquí un debate que no se ha visto antes: generaciones de padres e hijos han discutido durante horas cuánto tiempo éstos podían pasar delante del televisor, con juegos de ordenador, videoconsolas o en chats de Internet. La tele o el ordenador, en la mayoría de los casos unos artilugios macizos, solían estar anclados a un lugar fijo en la vivienda. Pasar mucho tiempo frente a ellos no pasaba desapercibido.
El móvil, en cambio, cabe en el bolsillo del pantalón, se puede desenfundar en cualquier momento y donde sea. Mantener el control y la perspectiva se convierte en una misión casi imposible para los padres. A eso, añade la experta, habría que sumarle lo siguiente: ser un buen ejemplo en el uso del 'smartphone' es más difícil que con otras innovaciones tecnológicas. ¿Gameboy? Fascinó sobre todo a los niños. ¿Playstation? El mayor contacto que tienen los padres con ella es para quitarle el polvo. ¿Ordenador? Era una dispositivo para que los jóvenes jueguen a videojuegos. La mayoría de adultos estaban contentos si no tenían que pasar mucho tiempo con el ordenador, fuera de su trabajo.
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Sin embargo, al 'smartphone' están entregadas las dos generaciones casi por igual. Eso podría ser la parte incómoda del debate para los padres: darse cuenta de que algunos están más «enganchados» que los propios hijos.
La queja sobre hijos no impide que los padres organicen el intercambio con otros padres a través de un grupo de WhatsApp. Es que es muy práctico. Que en estos grupos los padres solo envíen noticias precisas, indispensables y oportunas, porque es que utilizan el móvil de una manera tan responsable, no lo mantienen ni ellos mismos.
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Datos más alarmantes llegan de Proyecto Hombre. Hablar de la generación smartphone también es hablar de adicción. La ONG avisa de que el uso abusivo de móviles en adolescentes de entre 14 y 18 años se ha duplicado en los últimos tres años. Las estadísticas también dicen que los problemas mentales y los casos de suicidio entre los jóvenes han aumentado en los últimos años. Un hecho que ha coincidido con la propagación del 'smartphone', cuando estos mismos jóvenes pasan más tiempo que nunca en las redes sociales. ¿Pero esto qué significa? Son infelices porque están pegados al móvil, porque tienen que lidiar con el odio en Twitter, porque se comparan con otros en Instagram y por ello están más fijados aún en su físico que anteriores generaciones? ¿O están pegados al móvil porque se sienten desgraciados y necesitan distracción y aceptación en el mundo virtual?
Los datos que maneja Proyecto Hombre demuestran la succión tan poderosa que desprende el móvil. O, más bien, las aplicaciones que están instaladas en él. Que una generación entera alcance el 'smartphone' por costumbre no es una casualidad. WhatsApp, Instagram o TikTok. Estas compañías convierten el uso del móvil en una necesidad esencial. La mencionada succión es buscada, está programada en las aplicaciones más populares entre los jóvenes. En YouTube, cuando finaliza un vídeo, se reproduce el siguiente de manera automática. El usuario tiene que decidirse en contra del entretenimiento de manera activa. Las historias en Instagram se borran 24 horas después de su publicación. Quien no entra al menos una vez al día se pierde algo.
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El atractivo de las redes sociales se basa, sobre todo, en la apariencia de estar siempre y en todos los lados, aunque solo sea a través de la pantalla. En inglés se acuñado ya el término FOMO ('Fear of missing out'). El miedo a perderse algo. A través de la oferta permanente se crea la sensación de que las treguas ya no son posible. A lo mejor, es justo lo que necesitan algunos jóvenes.
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