«Hemos estado casi cuarenta años callados porque estábamos creciendo. Somos la primera generación de adultos que hemos nacido fruto de las técnicas de reproducción asistida y ya somos capaces de pensar por nosotros mismos. Ya tenemos familia, no la estamos buscando. La identidad se ... construye con quien creces, pero también es biología. A nosotros se nos hurta esa otra mitad. En todo caso, es un problema que se prohíba saber de quién vienes para que luego cada uno elija cómo elabora su identidad». Son palabras de María Sellés, portavoz de la Asociación de Hijas e Hijos de Donantes (AHID), que se constituyó como tal hace dos años para exigir que la ley de reproducción asistida cambie y la donación de gametos, de óvulos y de esperma, deje de ser anónima. Es una demanda por su identidad y también por su salud, esgrime Sellés; «por la salud integral, no sólo la física que tiene que ver con el acceso a los historiales médicos y genéticos, también con la salud mental alrededor del saber de qué estamos hechos cada uno».
Las técnicas de reproducción asistida se regularon en España por primera vez en el año 1988, si bien desde 1978 venían naciendo personas fruto de procesos in vitro. Por eso, la asociación cursa también una denuncia contra clínicas reproductivas que actuaban en los años pre-ley: aducen que se trata de casos en los que el anonimato de los donantes no estaba respaldado por ninguna regulación. La norma vigente en la actualidad es la redactada en 2006, que conservó los aspectos esenciales de la previa: la donación de gametos (ovocitos y espermatozoides) es un contrato gratuito, formal y confidencial, concertado entre el donante y el centro autorizado; también marca que la donación ha de ser anónima y que habrá de garantizarse la confidencialidad de la identidad de los donantes.
María Isabel Jociles
Catedrática de Antropología de la UCM
María Isabel Jociles, catedrática de Antropología de la Universidad Complutense de Madrid, explica que cuando España aprobó su ley, partió de lo que había en el resto del mundo: salvo en Suecia, la donación de gametos era anónima. Subyacía, explica Jociles, la idea de que para que la familia funcionara bien tanto internamente como de puertas para afuera había que ocultar todo el proceso, que se habían empleado técnicas de reproducción asistida y que sus hijos eran resultado de ellas. «Era algo que hasta recomendaban los médicos. Les decían a las parejas que mantuvieran relaciones sexuales, que se autoengañaran para que pudiera haber lugar a la duda de quién era el verdadero padre o madre biológicos», ilustra. Nancy Konvalinka, profesora de Antropología en la UNED, que participa junto a Jociles en un proyecto de investigación sobre la gobernanza reproductiva en España, marco en el que han realizado centenares de entrevistas sobre la cuestión, agrega: «En un primer momento, en muchos países se entendía a la familia de una forma cerrada y por eso la adopción era anónima, se ocultaba, y las leyes de reproducción asistida siguieron esa pauta». Konvalinka resalta que ha sido el médico siempre quien ha escogido al donante para cada caso con el criterio de que se pareciera a la pareja –sobre todo a la madre–. De fondo, más cosas, que apunta la profesora: «Mucha gente que acude a la reproducción asistida lo pasa muy mal por necesitar una donación. Atraviesan una especie de duelo genético, porque se entiende que los gametos, la gestación y la crianza forman un paquete completo que da lugar a los 'hijos propios' y que en estos casos se fragmenta. Hay personas que abandonan el proceso porque no aceptan que los hijos que fueran a nacer no tendrían su herencia biológica».
Nancy Konvalinka
Profesora de Antropología de la UNED
El otro objetivo del anonimato de los donantes era protegerlos: «Aún hay dudas sobre si se les puede reclamar la paternidad o los bienes, algo que está claro que no se puede hacer», señala Jociles. Así que Sellés incide en que se trata de una legislación que tiene en cuenta a los donantes y a quienes hacen uso de las técnicas de reproducción asistida para cumplir sus deseos de ser padres, pero no a las personas que nacen. Jociles, por su parte, recuerda que ya antes de 1988 hubo análisis, como el del jurista Fernando Pantaleón, que avisaban de los perjuicios de la norma para los niños.
Si el contexto internacional cuando España legisló era pro-anonimato, ahora ya hay un buen puñado de países que se han sumado a Suecia en el no al anonimato, como Nueva Zelanda, Alemania, Reino Unido, Portugal o Francia. Existe, además, un caso singular, el del estado de Victoria, en Australia, donde la norma se ha hecho retroactiva. Estos cambios normativos, dice Jociles, han sido debidos a las reivindicaciones de las asociaciones de hijos e hijas y también a la labor de profesionales y trabajadores sociales. En España, la presión que ejercen los asociados en AHID, reconoce Sellés, no va a dar frutos para ellos mismos, dada la no retroactividad de las leyes en España, pero sí que esperan que los genere para quienes nazcan en adelante, y sólo con ello, dicen, se sentirán reconfortados.
Ésta es una cuestión en la que chocan varias disciplinas: el derecho, la antropología y la medicina. La norma marca el anonimato, que contradice el derecho a la identidad. La antropología esboza por qué: la familia, para que funcione bien, entiende que tiene que obviar que ha roto la unidad que han de constituir gameto, gestación y crianza, la triada que dan lugar al «hijo propio», cuestión que adquiere mayor importancia en el caso de familias heterosexuales que hayan requerido un donante de semen o de óvulos; en éstas, las antropólogas han detectado que los hijos suelen descubrir la verdad tarde y de forma no deseable, hasta dramática (si el padre de crianza tiene una enfermedad hereditaria y el hijo descubre que él no tiene riesgo; o en un proceso de divorcio de la pareja y uno de ellos por venganza quiere destapar la cuestión). El ocultamiento es aún mayor si el padre es el estéril, porque en entornos patriarcales y machistas, se puede poner en cuestión su virilidad. Mientras tanto, la narración de la historia verdadera de cómo han venido al mundo los niños es mucho más natural en los casos de las familias monoparentales o las homosexuales: las antropólogas explican que se suele contar desde el principio, según el pequeño va creciendo con un lenguaje apropiado a su edad; también es verdad que a las mujeres les es más fácil narrar la historia a sus hijos, porque incluso aunque hayan recibido una ovodonación, tienen otro vínculo con el bebé: la gestación y el parto. En todo caso, se conozca como se conozca la historia real, la relación entre estos niños y sus padres de crianza cuenta a su favor con que han sido hijos muy deseados; no hay detrás el trauma del abandono previo a un proceso de adopción.
¿Qué ha sucedido en los países en los que la donación ha dejado de ser anónima o cuando los chicos, vía cruce de ADN –hay empresas que se convierten en bancos de datos genéticos cedidos por los propios interesados y dan estos servicios- encuentran a sus progenitores o a sus hermanos biológicos? Konvalinka contesta que en los países en los que la donación ha dejado de ser anónima, el donante ya sabía a lo que se exponía y no suele ser problemático. En los casos en los que la identificación se ha producido por el ADN, depende de lo que cada cual busque y a lo que esté dispuesto: hay quien se presta a un encuentro y quien se niega.
En entrevistas que han realizado Konvalinka y Jociles a algunos de estos donantes, éstos han llegado a responder, sobre quienes han nacido fruto de técnicas de reproducción asistida quizás con sus gametos, que no se pueden responsabilizar de esas personas, pero entienden que les quieran conocer.
Pero, señala Jociles, no hay una «guía cultural» que enseñe qué relación ha de haber entre los donantes y las personas que han nacido gracias a ese gesto; o si ha de incluirse en el parentesco y cómo. Konvalinka habla de que en ocasiones se entablan relaciones entre los padres y los donantes y negocian hasta dónde intervienen unos y otros en la familia.
Hasta el momento lo que ha primado ha sido la invisibilización del donante. Aunque, como insisten los testimonios y las antropólogas, estos chicos no buscan una familia, no buscan un padre, sólo explicarse a sí mismos.
«Hasta un 8% de la población no sabe quién es su padre biológico y la mayoría no son nacidos fruto de las técnicas de reproducción asistida», afirma Enrique Pérez de la Blanca, médico especialista en reproducción asistida del Hospital Quirón de Málaga, que añade que si los niños no saben quién es el donante es porque la familia ha escogido eso. Aunque concede: «Lo ideal es ajustarse a la ley y que ésta sea permisiva, que permita saber o no saber, que permita el anonimato y el no anonimato». Pero también teme que si la donación no fuera anónima, sólo funcionaria siendo remunerada, o que podría incurrirse en el denominado «turismo reproductivo» en busca de donación anónima en otros países donde siguiera siendo así.
Enrique Pérez de la Blanca
Hospital Quirón de Málaga
Apunta, de esta manera, que ahora mismo España es una potencia en estos tratamientos precisamente porque se preserva la identidad de las personas que donan. Y, ante el argumento que emplean las personas nacidas por procesos de reproducción asistida que necesitan saber su origen también por salud, este médico esgrime: «El control físico, de salud y genético, es mayor en el empleo de estas técnicas que en una pareja convencional». A ello Claudio Álvarez, del Centro Gutenberg, agrega: «No es tan real que no tengan derecho a saber su origen; sí existe la posibilidad de conocer los antecedentes genéticos, pueden llegar a saber el lugar de nacimiento de su donante, su raza, su grupo sanguíneo, su estado de salud cuando realizó la donación… excepto la identidad. Legalmente, lo pueden pedir». La norma, asimismo, establece que sólo excepcionalmente, en circunstancias extraordinarias que comporten un peligro cierto para la vida, podrá revelarse la identidad de los donantes, algo que depende de un mandato judicial. Y por el momento se desconocen casos de este tipo. Claudio Álvarez, respecto a la consideración de las técnicas de reproducción asistida, la donación de gametos, afirma que son herramientas que vienen a resolver «una enfermedad con afectación física, psicológica y social»: «Es en la pareja en la que se piensa; es una situación médica; es como un trasplante que va a ayudar a cumplir el sueño de formar una familia».
Claudio Álvarez
Centro Gutenberg
Son palabras que reciben la contestación, en primera instancia, de la antropóloga Jociles: «Las técnicas de reproducción asistida no siempre responden a un problema de infertilidad, también a los problemas de fecundidad estructural –en el caso de una familia monoparental-. Además, no curan la 'enfermedad'». Y, a continuación, de uno de los testimonios en primera persona para este reportaje, el de Manuel Romero.
Manuel Romero
Manuel Romero tiene 32 años. Vive en un pueblo de Granada, donde trabaja en una planta de reciclaje y también hace sus pinitos en las finanzas personales. Recuerda que de pequeño le contaron que a su madre le había costado quedarse embarazada, que se había sometido a algún tratamiento, pero no le precisaron que había sido la inseminación artificial y que, por tanto, su padre de crianza no era su padre biológico. «Llegó un momento en la adolescencia en que me sentía engañado por todos, tenía problemas en los estudios… fui a terapia y ahí me dijeron que algo pasaba en mi familia. Mi madre le debió de contar algo al terapeuta. No confiaba en nadie. Tenía problemas con mis padres. Quería indagar en mi persona y en mi autoconcepción». No fue hasta los 22 años que le contaron la verdad. Lo hizo su padre: «Era a él al que le pesaba el secreto y fue él quien me lo contó. Estaba también mi madre delante. Fue un día que nos fuimos a comer los tres después de la terapia», rememora. «Tal y como empezó la conversación, pensé que era adoptado. Terminamos llorando. Pero después me sentí aliviado: entendí que ésa era la verdad que había estado buscando».
Manuel Romero
«El anonimato me ha dado la vida, pero la pregunta de quién está detrás, me guste o no me guste, me la hago. Además, tampoco sé si soy hijo único. Mi relación con mis padres ahora es buena, porque sé que los dos han sido partícipes de que yo esté aquí. Ha sido un acto de amor por su parte. Pero a mí me gustaría saber mi origen. Si no sabes quién eres, no sabes dónde ir», reflexiona. «¿Qué esto es como un trasplante? De eso, nada. Que yo sepa, un órgano no hace una asociación; un órgano no puede hablar con usted», agrega.
Empatiza especialmente con su padre: «Tuvo que aceptar que no podía tener hijos biológicos. Quizás tenía miedo de que algún día yo le contestara que no tenía autoridad sobre mí porque no era mi padre».
Manuel Romero fue uno de los pioneros del movimiento que nació hace alrededor de ocho años, aunque fue sólo hace dos que se constituyó en asociación, y que busca cambiar la ley de reproducción asistida para acabar con el anonimato de las donaciones. «Todos los hijos van a querer saber. Pero aunque sólo sea uno el que quiera, tiene que tener derecho. Están naciendo personas en las que nadie piensa», afirma. «Es muy bonito eso de decir que el sueño de alguien es ser madre, pero hay que tener en cuenta lo que viene después», insiste. «Estamos como cojos, porque no conocemos una de nuestras mitades», reitera. «Yo estaba buscando algo, y me lo dijeron de chiripa, pero no guardo rencor a mis padres. Yo sé que lo han hecho lo mejor que han sabido. No hay una escuela de padres», comprende.
Ahora él tiene pareja, pero dice que no tiene instinto paternal. ¿Es por la historia que él arrastra? Contesta que quizás sí.
Los médicos sugieren que el final del anonimato provocaría una caída de las donaciones. Planteada esa cuestión a Manuel admite que seguramente sería así, pero añade que probablemente los donantes tendrían más calidad y serían más responsables y más conscientes de lo que implica la donación. No es algo para tomarse a la ligera, zanja.
Victoria (nombre ficticio)
Victoria (nombre figurado) tiene 33 años y la suya es una historia un poco diferente. En línea con el análisis de Jociles y Konvalinka, al pertenecer a una familia monoparental, supo desde siempre de dónde venía. «En mi caso no hubo nada de ocultamiento, ni en la familia, ni en el colegio, ni en el pueblo. Ahora de adulta veo que no era frecuente». Ni en su infancia ni en su adolescencia fue un tema problemático: «Recibí el mensaje de que no tenía padre, de que había nacido por inseminación artificial». Mis amigos a veces me preguntaban si no tenía curiosidad por saber quién era mi padre; la verdad es que no la tenía.
Pero un día eso cambió: con 25 años empezó a hacer terapia y tuvo que elaborar su genograma, su árbol genealógico. En su familia, dice, no echa de menos a nadie, pero biológicamente, le falta la mitad de la información: «No sé de qué país es el donante, la edad que tenía cuando donó, si tiene antecedentes de cáncer en su familia, si hay casos de suicidio… Cuando empiezo a hacer estas reflexiones, veo que todas esas cosas no las sé».
Victoria
Al principio optó por la negación, por no preguntarse: en su identidad ya tenía integrado que no tenía padre. Pero pronto se lo replanteó: «Es una información que me pertenece, que forma parte de mis células y de mi cuerpo. Un 50% de mi persona viene de ahí. Damos demasiada importancia al aprendizaje, pensamos que es lo que nos conforma, pero los genes son esenciales». «¿Cuál es la historia de mi padre biológico?, ¿pertenece a una familia de médicos o de artistas?, ¿mi vocación se debe a que me parezco a él? Es información que me es negada».
Con todas estas inquietudes, le preguntó a su madre si había manera de saber quién era su padre biológico. Y fue imposible saber nada: la clínica en la que se produjo la intervención era muy pequeña, el ginecólogo se había jubilado y no dispuso de ninguna información. Pero sí conoció de empresas que funcionan como unos bancos de ADN en los que la gente deja su información genética con el deseo de encontrar a sus parientes biológicos. Como estaba con la tensión de la escritura de su tesis doctoral, dejó esa posibilidad en la recámara, mientras iba haciendo terapia para incorporar a su identidad ese desconocer una parte de su vida.
Acabó la tesis y dio el paso de dejar su ADN en una plataforma en abierto. «Ahí te puedes encontrar al donante, que es muy improbable, y también a tus medio-hermanos. Pueden querer contactar o no. Yo estaba preparada para todas las opciones. Y así ha sido como he encontrado a dos medio-hermanas y a otro que es hermano completo de una de ellas, porque son hijos de la misma madre y del mismo donante», revela. «Detrás de nosotros hay una persona que donó semen, pero a quien se convierte en una fantasía», agrega.
«Encontrarnos fue un gusto, además hemos podido compartir en qué nos parecemos, qué puede venirnos de un progenitor y qué de otro. Nos hemos descubierto parecido físico y también de gustos. En los genes hay mucha información. Vivimos como una reparación este reencuentro», asegura.
¿Qué sucedería si lograra conocer al donante, a su padre biológico, a esa figura para la que el lenguaje del parentesco no tiene nombre? «Le daría las gracias por estar viva y por permitirme completar la información que me falta», concluye.
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