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La mañana tiende más bien a gélida. El termómetro del coche marca los tres grados. Un chaquetón, innecesario en la primavera anticipada que se vive en la capital, no tarda en echarse de menos. Una niebla fina que cubre la orilla crea un telón de fondo que parece sacado de un documental. El aliento se congela al hablar y dibuja pequeñas nubes de vapor. El sol asoma con timidez y anuncia lo siguiente: la llegada de la calidez de un nuevo día que empieza a despuntar. Las encinas y el lentisco inundan todo de un aroma intenso.
Las sensaciones y los estímulos se multiplican cuando la vista alcanza la laguna. El contraste con la imagen de hace unos meses, cuando este mismo lugar parecía un desierto de sal, es evidente. Las lluvias, aunque escasas, han devuelto la vida al paraje natural de Fuente de Piedra. El agua poco profunda refleja los contornos de un animal misterioso e hipnótico. Algunos de los flamencos recuerdan a amantes sinuosos entrelazados entre sí. Un desorden de cabezas y piernas, caótico y bello a la vez.
A lo mejor, es esa corporeidad tan grácil lo que hace que uno se entregue a la contemplación. Acaso es el llamativo balanceo que practican estos animales. Quizás sea la manera de volar, cuando se elevan al cielo de forma repentina y se convierten en un cordel rectilíneo que se mueve en paralelo al horizonte. Los flamencos son unos animales huraños.
«Las lluvias de la semana pasada han ayudado a que la laguna se recupere. Desde hace unos días, han vuelto los flamencos», confirma el alcalde de Fuente de Piedra, Siro Pachón. Hay algo de alivio en su voz.
A lo largo y a lo ancho no hay nadie. El silencio, que solo queda roto por graznidos puntuales, recuerda a pandemia. Ya no son las siete, pero aún quedan muchas horas para el crepúsculo. El sol ha escalado en altura y sumerge la laguna en una luz suave. El agua, reconvertida en artería de vida, centellea en color rosáceo cuando se refleja el plumaje de estas aves.
Cuando son pequeños, los flamencos se alimentan de algas planctónicas. Cuando crecen sumergen el cuello bajo agua para filtrar los crustáceos que les dan su característico color. El resultado es un paisaje digno de ser eternizado en una acuarela o en un cuadro impresionista. La laguna de Fuente de Piedra fue declarada como reserva natural en 1984.
No son ni una bandada ni dos. La vuelta de los flamencos a Fuente de Piedra se escribe en centenares. Si el agua se mantiene en la laguna podrán anidar. El anillamiento de los pollos, que se realizaría en verano, es un rito que atrae a ornitólogos y curiosos de medio mundo.
Ya no son ni las siete ni las diez. El sol calienta y el chaquetón empezaría a sobrar. Un grupo de flamencos se eleva al cielo para descender otra vez en una parte más trasera del humedal. La laguna es como un mantel lleno de remiendos y cada remiendo es un espacio de hábitat diferente. Estas aves irradian una tranquilidad contagiosa. Algunos flamencos introducen la cabeza en el plumaje y se echan a dormir. Las pulsaciones del que observa bajan con cada minuto que pasa.
También son animales extraños. Las patas, cuando las tronchan, apuntan hacia atrás. El pico lo abren para abajo y cuando echan a volar sus cuerpos se comprimen. El balanceo a una pierna lo dominan como si nada. Si en el mundo animal existe algo parecido al yoga, los flamencos son unos alumnos aventajados.
La maquinaria de la naturaleza brinda de nuevo momentos mágicos en la laguna de Fuente de Piedra. Momentos que quedarán en la memoria durante mucho tiempo.
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Fermín Apezteguia y Josemi Benítez (ilustraciones)
Iker Cortés | Madrid
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