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En la imagen, mi hermana (derecha) y yo. SUR
Un Erasmus tardío en Berlín
Diario de verano

Un Erasmus tardío en Berlín

Durante cuatro meses mi campamento base fue un colchón en el suelo del piso de mi hermana, en pleno corazón de Kreuzberg, y yo no podía irme a dormir más feliz

Domingo, 11 de agosto 2024, 00:06

Aterricé en Berlín en paro, sin ahorros y sin un billete de vuelta. Por supuesto, tampoco sabía ni papa de alemán. La culpable de ese verano, uno de los mejores que recuerdo de mi vida como adulta –pago mis facturas y me mantengo viva, supongo que cumplo los requisitos mínimos para denominarme así– fue mi hermana, Merce. Ella, que siempre ha sido la hija inteligente, ya hacía años que se había marchado al extranjero. Y yo me imagino que, desde la distancia, debió de apiadarse de mí al verme regresar a casa de mis padres con casi 30 tacos. Vaya por delante que ellos son los mejores, pero yo me podría haber tirado por la ventana en cualquier momento. «¿Por qué no te vienes conmigo?», me propuso. No tardé ni 24 horas en comprarme el pasaje.

Durante cuatro meses mi campamento base fue un colchón en el suelo del piso de mi hermana, en pleno corazón de Kreuzberg. Daba igual, yo no podía irme a dormir más contenta. Cómo explicarlo… me acababa de estrenar como desempleada después de más de tres años 'desterrada' en Melilla. Pasé de vivir en una ciudad de doce kilómetros cuadrados, en la que a menudo me aburría, a otra en la que no se adivinaba el fin de las calles y en la que lo mismo te invitaban al rastro un sábado por la mañana que a una fiesta de sexo y drogas un martes por la tarde. Que conste que ni mi hermana ni yo fuimos nunca a ninguna de esas… Muy monas y muy modernas, pero unas mojigatas para el nivel que había en Berlín.

Nada más llegar me apunté a un curso intensivo de inglés –sí, en Alemania–, donde me hice muy amiga de Paloma y de Meina, la primera madrileña y también periodista y la segunda japonesa e ilustradora gráfica. Una noche fuimos a cenar a una pizzería en Friedrichshain y, no me preguntéis cómo, salí de ahí con un empleo como 'runner'. Yo fui con la verdad por delante. En mi puñetera vida había trabajado en hostelería, pero podía compensar mi falta de experiencia con un poquito de gracia y mi poquito de inglés. Lo importante es que me pagaban bastante por las pocas horas que echaba y que no se me cayó ninguna pizza, que era mi mayor miedo como la camarera impostora en la que me había convertido.

Si hacía sol en fin de semana, mi hermana me despertaba con el primer rayo y salíamos pitando a la calle antes de que aparecieran de nuevo las nubes. En casa también vivía Mario, mi canario favorito, quien me ayudó a huir del 'techno' –es que no le veo el chiste a esa música– y me llevaba de carabina por todas las discotecas LGTBI de Berlín. Éramos tres señoronas y una gata, Lola, que tenían su centro de operaciones en la cocina. Allí compartíamos confidencias y nos reíamos de las miserias. ¿Qué puede unir más? Aquel verano me bañé en lagos, visité innumerables exposiciones y me confundí mil veces de metro. Y muchas cosas más que una no se va a poner aquí a contar porque habrá que guardar algo para la intimidad. Fue una especie de Erasmus tardío, un paréntesis que me regaló la vida. Y lo cierto es que no pude ser más feliz.

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