Cada mañana, Blessing sale de La Palmilla, donde vive con sus dos hijos, de 9 y 3 años, rumbo a diferentes zonas de la ciudad ... para buscar trabajo. Va caminando para no gastar en autobús. Lleva sus currículums preparados y los reparte sobre todo en restaurantes y bares, aunque también pregunta por puestos de limpieza. «Siempre me responden lo mismo: que ahora no pueden coger a nadie, que la situación está muy mal, que hasta han tenido que echar a algunos», lamenta. Luego baja la voz y repite dos veces: «Ya no sé qué hacer».
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Blessing es nigeriana y tiene 38 años. Cuando llego a España en 2001 lo pasó mal, pero consiguió salir adelante y en 2010 regularizó su situación. Cuando se dictó el estado de alarma llevaba dos semanas en un nuevo trabajo, como ayudante de cocina. «Qué contenta estaba y qué poco me duró. Estos meses están siendo la época más dura de mi vida», confiesa. Está muy preocupada por sus hijos, sobre todo ahora con la vuelta al cole: «No sé cómo les voy a comprar todo lo que necesitan».
La pandemia ha encontrado a gente como Blessing muy cerca del precipicio. Situaciones desesperadas como la suya están detrás de las 41.000 solicitudes del Ingreso Mínimo Vital que se han presentado en Málaga desde el 15 de junio (y de las que más del 90% están sin tramitar). O como la de Juan Carlos Ramírez, cuyo perfil es totalmente diferente -malagueño de nacimiento, 56 años, parado desde hace diez años- pero que comparte con ella la falta absoluta de recursos.
«Agoté el paro y todas las ayudas. Sobrevivo gracias a mi familia. Mi hermana me paga la luz y el agua y una vez al mes, voy a comprar con mi hermano a Carrefour y el me lo paga. Si no fuera por ellos, dime dónde estaría yo», inquiere Juan Carlos, que perdió su puesto de carretillero en la anterior crisis y no ha vuelto a encontrar un trabajo en condiciones. «Me llaman para trabajar en negro y claro que lo hago, ¿cómo no lo voy a hacer? Pero yo lo que quiero es cotizar», afirma. Y eso que él no piensa todavía en la jubilación. «¡Pero si aparento 25!», bromea. «Lo que estoy es deseando que me den una oportunidad y demostrar lo que valgo», añade. Dice que tiene «una maleta llena de diplomas de cursos» y carné para manejar cualquier tipo de maquinaria y que puede desempeñar cualquier puesto en un almacén: de mozo a encargado. Pero no le dan esa oportunidad, «por la edad», imagina. A veces, confiesa pese a su tono animoso, «es difícil no deprimirse».
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El pasado día 15 de junio (primer día que se abrió el plazo de solicitud), a las 9 de la mañana, Juan Carlos estaba delante de un ordenador, solicitando el Ingreso Mínimo Vital en la sede de la ONG Arrabal con la ayuda de Julio García, el técnico que le está ayudando a buscar trabajo. Igual que muchos solicitantes, él no habría sabido hacer el trámite por su cuenta. Tampoco lo habría hecho Blessing, que es, como Juan Carlos, usuaria de dicha asociación. Ambos esperan desde julio la resolución de sus solicitudes: él, sin ningún ingreso; ella y sus dos hijos, con los 500 euros mensuales de la Renta Activa de Inserción, de los que les quedan 250 tras pagar el alquiler.
García denuncia el retraso en la puesta en marcha real de una medida que, se suponía, era urgente y prioritaria para el Gobierno. Y va más allá, criticando que la renta mínima no se ha implantado teniendo en cuenta la realidad de las personas a las que se dirige. «Es una ayuda que se supone que se dirige a quienes se quedan fuera de toda protección social, pero no se tiene en cuenta la brecha digital o que hay personas que no pueden presentar un empadronamiento... piensa en alguien que viva en la calle o en una víctima de trata», argumenta.
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