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Anda, ¿por qué no me introduces en el mundo de las drogas para que pueda salir del mío? José Ortega se levantaba todas las mañanas con un único deseo: sentir otra vez como su cuerpo escuálido se transforma en Hulk. La primera vez que probó la heroína fue a los 22 años. Una noche oscura, un banco frío y unos supuestos amigos le prometieron el consuelo definitivo: «Acababa de volver a Málaga, después de estar alistado en La Legión. Primero estuve en Ceuta y después en Melilla. Mi madre falleció al poco tiempo y empecé a sentir un vacío muy grande».
La jeringuilla se la tuvieron que cargar porque temblaba demasiado. No lo suficiente como para no poder flexionar la articulación y pegarse su primer 'pico' en la hondonada que se crea entre el antebrazo y el bíceps. Aunque ya haya pasado media vida, recuerda muy bien la sensación que le produjo la aguja traspasando su piel: «Es como un empuje de adrenalina. Increíble, increíble, increíble». A partir de aquí, todo fue muy deprisa y la adicción atropelló a este malagueño como un tren de mercancías. «A los dos o tres días de aquello, empecé a sentirme muy mal, sin poder salir de la cama. Fíjate la ignorancia mía, que pensaba que era un resfriado. Un compadre me dijo que me dejara de rollos y que me metiera algo. Efectivamente. Me volví a sentir divino, dispuesto a hacer lo que hubiera que hacer». Lo que no supo entonces es que estaba dando los primeros pasos hacia un infierno del que iba a tardar mucho tiempo en salir. Estuvo a punto de morir.
La cara de José es pálida y tiene poco brillo. Sigue siendo de constitución delgada. Luce numerosas canas acorde a su edad. Acaba de pasar el umbral de los 55 años. Hace tres que no se mete nada, pero sabe que no se puede confiar. Por ello empieza las mañanas recordándose a sí mismo quién fue hace no tanto y cómo era su vida. «Si tuviera que volver a eso, no dudaría en ahorcarme», dice y no esconde una ligera mueca de desprecio. Todavía se acuerda cómo llegó por primera vez al Centro Provincial de Drogodependencia (CPD) por sugerencia de un médico de urgencias que le atendió en sus horas más bajas. Ubicado en Carlinda, en una especie de ambulatorio, justo por encima del McDonalds, se encuentra la entrada a este centro. Desde fuera, parece un chalet cualquiera. Dentro se tratan al año a unas 1.200 personas que presentan cualquier tipo de adicción y llegan de toda la provincia. El centro fue inaugurado en 1986 y depende de la Diputación. Si en sus inicios más del 90 por ciento de las patologías se debían al enganche a la heroína, el espectro ahora es más diverso. Al alcohol y la cocaína, se ha sumado el veneno de las apuestas deportivas. Las paredes del centro han visto a muchas historias como las de José.
José ahora tiene alquilado un pequeño piso en Capuchinos y ha logrado rehacer su vida. Percibe una ayuda que va intercalando con trabajos esporádicos. Es capaz de sonreír.
Sigue acudiendo tres veces a este centro, donde participa en el taller de artes plásticas. Sabe lo importante que es mantener una rutina. Durante demasiado tiempo, la suya solía consistir en rebuscar los 8 o 10 euros por los que se puede adquirir una dosis. Al mismo tiempo que dibuja con precisión sobre una cerámica, no le importa compartir su testimonio. Al revés. Le agrada la idea de que puede servir como una alarma o un disparo de advertencia. Son las doce del mediodía. Por un momento, José retorna a su pasado para ser el mismo que a estas horas ya estaba colocado. Vuelve a inyectarse heroína cuatro, cinco o seis veces al día. Heroína estirada con estricnina, cemento o detergente. La paleta tóxica completa para lograr otra reacción tóxica en su cuerpo. En su mundo no hay sitio para la libertad o la autonomía personal. Si el único pensamiento consiste en averiguar cómo pegarse el próximo viaje, estos conceptos ocupan un espacio irrelevante. «Yo procuraba guardarme algo para consumir corriendo, justo al levantarme. O, al menos, tener algo que vender y poder comprar a primera hora». Como una ardilla previsora, se pasaba el día deambulando y juntando chatarra o intentando pegar algún tirón que luego se pudiera transformar en dinero. Un espectro por las calles de Málaga. Sin avanzar ni para atrás ni para adelante. Siete días a la semana. ¿Y por qué? «Porque solo vives para la droga, aunque estés 'esmayao'. Pero si tienes cuatro euros, no te vas a comprar un bocadillo porque estás 'rejuntando' para cuando se vaya el efecto». Porque el mono, asegura, es temible. Aunque sabes que va a llegar, te golpea como un gancho con la guardia baja. 'Bimbam'.
Han pasado tres horas desde el último consumo y José ha descubierto que está sin droga. Uno de los primeros síntomas es sentir un leve goteo en la nariz. El sudor empieza a correr por su cara, pero está tiritando como si estuviera desnudo. Sus manos empiezan a temblar. Los brazos. Las piernas. Todo el cuerpo. Los vómitos y la diarrea suelen preceder las contracciones que le hacen encogerse como un ovillo. Luego se levanta de un salto y empieza a correr. Contra la pared o contra la puerta. O hasta donde llegue. A lo mejor solo se queda sentado. Con el cuerpo agitado por las convulsiones y gritando. Una mezcla de dolor y anhelo se apoderan de él. «Cuando te llega el mono, no vales un duro. Si no hubiera tenido ayuda, ahora estaría muerto», dice, y vuelve a cerrar la puerta de una época oscura.
La ayuda se llama Juan Jesús Ruiz y Juan Jesús es el director actual de este centro de desintoxicación. Cuando la heroína arrasó los barrios a mediados de los 80, él contempló la plaga en su consulta. Los días que no tenía a cinco drogadictos pidiéndole sustancias alternativas para calmar sus ansias eran diez. «Yo no supe abordar aquello, lo gestionaba mal. Entonces, me acerque por el CPD para que me ayudaran. Tuve la posibilidad de formarme y despertó mi interés», recuerda. Aunque le ascendieran, sigue pasando consulta y diseña planes con posibles soluciones. Cada adicto es un mundo y precisa de un tratamiento individual.
Hay una particularidad en este centro. El que llega hasta aquí lo hace de forma voluntaria. Este aspecto es muy importante para Juan Jesús y así lo resalta. Habla un profesional con 30 años de experiencia: «Si un paciente no tiene ningún tipo de motivación para dejar el consumo, no lo va a dejar. Por eso ponemos el requisito de la voluntariedad». A partir de aquí, la empatía se convierte en un factor determinante. Nunca se señala ni se apunta a nadie con el dedo acusador. Lo que menos necesitan los que llegan aquí son más reproches. El aspecto psicológico en el tratamiento de pacientes con adicciones es tan importante o más que la desintoxicación. «En muchas ocasiones, los pacientes también tienen alguna patología de tipo mental», explica. Si no se tratan al mismo tiempo, el porcentaje de recaída supera el 90 por ciento. En la mayoría de casos hay más detrás de una adicción de lo que se percibe en superficie. Miedos, experiencias postraumáticas, perturbaciones y depresiones. La lista de enfermedades que acompañan suele ser larga.
Cada equipo del centro está formado por un médico, un psicólogo y un trabajador social. En muchas ocasiones, la adicción ha provocado que los pacientes se hayan olvidado de las cosas más cotidianas y requieren de una nueva socialización. A través de terapias muy concretas, se les prepara de nuevo para sobrevivir en la rutina cotidiana. Hay cuatro talleres y son vitales (artes plásticas, lectura, actividad física y electricidad/fontanería). Cada uno conecta con estímulos concretos que hay que empezar a trabajar. Eso después. Primero se frena el empuje más fuerte de la abstinencia. «En su forma más aguda, no dura más de siete o diez días. El mejor tratamiento es el tratamiento con un sustituto, como puede ser la metadona», precisa Juan Jesús.
Es el mismo que está recibiendo en estos momentos María José Rueda. Tiene 59 años y hace más de 40 que tomó la decisión de probar la heroína por primera vez. Entonces le gustó sentirse diferente y poder escapar de un entorno en el que el padre no ejercía de padre y la madre la había abandonado con sus abuelos, antes de cambiar Málaga por la Costa Brava. «Tuve problemas desde muy joven. Empecé con los porritos y de ahí la cosa fue a más», recuerda. El único parón vino cuando tuvo sus dos hijos. Al no consumir, volvió la angustia y el dolor le hizo abandonar el camino recto. Toda clase de consumo le llevó a hacer cualquier cosa para obtener su dosis. «Menos robar he hecho de todo», afirma y agacha ligeramente la cabeza. En realidad, le retrotrae a su peor época. Una época en blanco y negro, en la que no sabe si le hacía más daño la droga o la ausencia de una madre que estuviera orgullosa de ella.
Hace poco, María José tuvo una pequeña recaída. «Una tontería con la vida que he llevado», dice y se exonera a sí mismo. Pero ahora lleva otra vez mucho tiempo sin consumir y ha retomado el contacto con sus dos hijos (37 y 27 años). Lleva más de cinco años trabajando como limpiadora en la misma empresa y tiene una vivienda en Soliva. Al centro de desintoxicación va dos veces por semana. Quiere canalizar sus miedos en los talleres y no alimentarlos a través de una aguja.
No es una obra de arte, pero poco a poco va tomando forma la cerámica que está haciendo para uno de sus hijos. Hay cosas que valen más que el dinero. María José lo sabe. Ella ha recorrido muchos caminos y la droga ha abonado todos y durante demasiado tiempo. Gracias a su voluntad y a la ayuda de un grupo de profesionales ha vuelto a ganarse el respeto de sí misma. «Mis hijos me dicen que no tengo que sentirme malamente ni sentir vergüenza», se anima a afrontar un pasado que siempre le persigue. Ahora solo quiere estar enganchada a la vida.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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