«En el centro de Málaga no sólo hay apartamentos turísticos, también hay espacios como éste», resalta el educador social Michel Bustillo antes de abrir a SUR las puertas de un edificio que pasa desapercibido en un lugar privilegiado de la ciudad, a un minuto ... de la calle Larios, en una Plaza de las Flores repleta de terrazas. El inmueble es Casa Betania, un oasis para quince migrantes que en su mayoría están a la espera de la resolución de su solicitud de asilo y protección internacional por haber huido de contextos de conflicto y violencia donde veían amenazada su vida o de regímenes autoritarios que oscurecen aún más las perspectivas de algunas de las economías más precarias del planeta.
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La casa tiene cuatro plantas, un par de terrazas con vistas magníficas a la plaza, patios interiores que le dan una belleza singular al espacio y habitaciones individuales para acoger a los chicos de entre 18 y 25 años que vienen derivados del Ministerio de Inclusión, que es a cargo del que corre la financiación del proyecto.
Bustillo no sólo presume de la píldora de diversidad y convivencia que introduce en el centro de la ciudad esta iniciativa que acaba de cumplir un año y por la que ya han pasado 23 jóvenes –no siempre este tipo de servicios han de ubicarse en Palma-Palmilla, en La Trinidad o en las afueras–. También está orgulloso del espacio físico «muy dignificado» que se le ofrece a cada joven, lo que favorece su bienestar, pero también su autoestima al contar con un cuarto privado en que goza de intimidad tras haber sufrido largas travesías en pateras abarrotadas de gente o haber pasado por otro tipo de centros con dormitorios colectivos.
El edificio era la antigua casa de formación de las Esclavas del Divino Corazón, es decir, de las novicias de esa orden religiosa. De hecho, justo al lado de Casa Betania se encuentra el colegio de esa congregación, algunas de cuyas antiguas alumnas han ejercido de singulares 'reinas magas' de los muchachos en las pasadas navidades y les han regalado deportivas, sudaderas o un chándal. Además, algunas de sus monjas, como María Fuentes, coordinadora de la comunidad religiosa, acompañan a los educadores en su trabajo con los chavales. Muy especial es el papel de María Rojano, maestra jubilada de la congregación que con sus 92 años les da clases de español y de geografía, además de, de vez en cuando, remendarles las ropas. Ella destila ternura. Y mayor es la que desprenden los muchachos cuando se acercan a ella. Se deshacen en abrazos y cariños.
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Y es que este proyecto es una misión compartida entre la Fundación La Merced, que pone su conocimiento experto sobre el proceso migratorio, y la comunidad religiosa, que cede el espacio físico –con la capilla despojada de la simbología católica y reconvertida en un salón interreligioso–. Todo el equipo, al que se suman veinte voluntarios, es testigo de cómo les va cambiando el semblante a los jóvenes, de cómo la tristeza, la desconfianza y el desasosiego se les va borrando, para relajarse e, incluso, recuperar la esperanza.
A ello contribuye el ambiente cordial que se crea en la casa, que termina siendo una familia, o, mejor, un piso compartido con amigos, porque como sucede en la mayoría de éstos, de un corcho cuelga un cuadrante con las tareas que corresponden a cada uno: poner la mesa, preparar la comida, fregar los platos, barrer... Se podría decir que se trata de un espacio autogestionado –y sin tutelas, porque son mayores de edad– que celebra asambleas todas las semanas. Y fiestas, por supuesto, en las que cada cual deleita a los demás con los platos de sus países.
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Pero Casa Betania es una estación de paso: aquí llegan los solicitantes de asilo, que se tienen que marchar tanto cuando su petición se deniega como si se aprueba. Aunque Sara García, otra educadora social del centro, insiste en que se procura que todas las salidas sean dignas, asegurándoles techo y sostén económico: «La gente se va con un trabajo y con un hogar», asegura.
El ingrediente fundamental para que su siguiente paso sea una vida integrada en Málaga, o en el país, es la formación: «Este no es un lugar para dormir y comer, tienen que formarse; nos preocupamos mucho por su inserción», sentencia García. Éste es el punto en el que se hace hincapié: aprenden a escribir su currículum, realizan simulacros de entrevistas de trabajo y algún voluntario ejerce de 'radar' de cursos de formación. Además de los obvios para aprender y perfeccionar el español, profundizan en el inglés y aprovechan los programas de la Cámara de Comercio. Cocina, albañilería... Pero también alguno se saca la ESO o retoma la Universidad.
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Y se les hace conscientes de la importancia de tener una agenda de contactos locales: eso les aconsejan los educadores, que se construyan una red de apoyo no sólo con sus iguales del centro, también con malagueños, que en un momento dado les recomienden para un trabajo o les ayuden a buscar una habitación o un piso; es decir, que sean uno más, que formen parte de la ciudad. Desde su mismísimo corazón es más fácil integrarse que desde lugares en riesgo de convertirse en guetos.
Soufian (Marruecos)
Soufian tiene 24 años y es marroquí, de Agadir. Abandonó su país en 2022 junto a su tío, huyendo del servicio militar obligatorio y de la pena asociada a no hacerlo, que incluye multa y cárcel. Se montó en una patera con otras 54 personas rumbo a Canarias en la que pasó tres días y mucho miedo. Esa travesía le costó dinero: 3.000 euros. De Canarias le llevaron a Madrid, donde pidió protección internacional, y entonces le derivaron a Málaga, a Casa Betania.
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Tiene estudios y además disfruta formándose y en Casa Betania le admiran por su capacidad de trabajo. En Marruecos se sacó el bachillerato, un grado de formación profesional en contabilidad y había cursado tres años de Derecho en la Universidad. Pero se podría decir que ha sido en España y gracias a su experiencia migratoria que ha encontrado su verdadera vocación: está matriculado en un Grado Superior en Integración Social en el Colegio de la Reina con un rendimiento académico notable, con notas de sietes y ochos en prácticamente todas las materias. Y eso que además de estudiar trabaja en la cocina de un restaurante tras haberse formado nada menos que en los fogones de 'El Pimpi'. Pero avisa: «Voy a seguir estudiando porque me gusta ayudar a la gente que se encuentra en mi misma situación». Y, de hecho, en cinco años se ve trabajando en una asociación o un centro ayudando a migrantes.
Soufian lleva ya diez meses en Casa Betania, que es «una familia», dice, en una ciudad en la que se siente muy bien acogido y que es, añade, como la suya, con mar y con playa. Se siente «feliz» con su trabajo, con sus estudios y saliendo de vez en cuando con sus compañeros, con los que aprende sobre otras culturas. Pero también admite resignado que va a ser muy difícil que se le otorgue el estatus de asilado, ya que Marruecos no es un país en conflicto, aunque se queja de que allí las cosas son muy difíciles para los jóvenes como él.
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Luis (Colombia)
Colombia tiene una historia reciente muy violenta. Y Luis, de 25 años, huyó de allí, de la ciudad de Cali, donde vivía, porque sentía que peligraba su integridad física por su involucración en la defensa de los derechos humanos: los líderes sociales, cuenta, sufren represalias por su labor de ayuda a las comunidades. Él, en concreto, apoyaba a las jóvenes víctimas de reclutamiento y de desplazamiento forzado a manos de guerrillas y paramilitares. Si bien Colombia ha avanzado en su pacificación, según explica Luis, han quedado grupúsculos disidentes de los diferentes actores en conflicto que siguen actuando por su cuenta y en interés propio.
Luis llegó a Madrid en agosto de 2022, y de ahí se desplazó a Málaga, donde tiene una amiga que le indicó lo que debía hacer para solicitar protección internacional; espera lograrla, porque cree que su caso es especial en un contexto, el colombiano, que se considera ya pacificado.
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Lleva ya once meses en Casa Betania y valora la convivencia con sus compañeros como «buena», aunque reconoce que cada uno de los acogidos procede de culturas diferentes, lo que implica que se tienen que «adaptar los unos a los otros». Y si en su país trabajaba como instalador de calentadores, en Málaga se está formando en varios ámbitos: estudia inglés y ha hecho cursos de carretillero, manipulación de alimentos... Pero cuando se le pregunta por sus planes de futuro, reaparece el trauma de una vida pasada inmersa en la violencia: lo que quiere, su prioridad, insiste, es «seguir teniendo la tranquilidad» que ha encontrado en España, frente a la vida «trajinada» que sufría en Colombia. Además, desea seguir avanzando a nivel personal y profesional, para aportar sus capacidades a la ciudad que le arropa y que siente ya como propia. Es consciente de que en su día dio un paso valiente al coger un avión, pero sabe que con ello se ha ganado la segunda oportunidad que le da la vida –a él y a todos sus compañeros– y se siente agradecido.
Mouhamed (Senegal)
«Vivir en mi país es muy duro, de verdad», lamenta Mouhamed, un chico senegalés de 24 años. Allí, desde su infancia, desde que tenía tan solo doce años, es decir, la mitad de su joven vida, había trabajado en la pesca, una actividad que se hace cada vez más difícil en esas costas, cuenta, por la escasez de pescado, que achaca a que el Gobierno ha malvendido sus recursos que desde hace años explotan barcos extranjeros.
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Por eso, el 4 de julio de 2022 desembarcaba en España, en Canarias, tras nueve días de dura travesía en patera por el océano. Vino con amigos que ahora están diseminados por España: unos siguen en Canarias, otros están en Málaga y algunos fueron a parar a Zaragoza. Junto a los problemas económicos, Mouhamed alega también los políticos para explicar por qué optó por abandonar su país: la gente no quiere el presidente, dice, pero éste, pese a todo, sigue al frente del Gobierno; no hay derechos, añade, quien habla, va a la cárcel.
A estos problemas generales de Senegal que están provocando que se esté quedando sin jóvenes porque huyen en masa de la represión y la falta de oportunidades, se suman los que Mouhamed sufría en su familia: «Mi padre no me dejaba tomar mi camino», lamenta; «Yo quería estudiar, pero él dejó que mi tío siempre me llevara al mar, y eso es muy duro». En definitiva, concluye: «No encontraba ninguna solución, así que me vine para acá».
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Como es preceptivo en Casa Betania para favorecer la integración laboral y social de todos estos jóvenes, está estudiando: además de español, también inglés. Y en su formación reciente se cuentan cursos de conocimientos básicos, marinero pescador, mozo de almacén o albañilería. Es uno de los «devoradores de formación» que es como cariñosamente los denomina la educadora Sara García. Y si no trabaja es porque aún no tiene autorización. Justo el día que le visitamos le toca cocinar el almuerzo para todos los habitantes de la casa. «¿Qué vas a preparar?», le preguntamos. «No lo sé. Lo que toque. Porque tenemos un menú diseñado para la comida de todos los días», contesta.
Su sueño es formar una familia, volver a vivir con sus padres y ayudar a la gente. Aunque en Casa Betania se siente «bien» y «muy querido». De hecho, confía a SUR que cuando habla con sus padres y le preguntan cómo se siente, él les contesta que está bien, que Málaga le gusta y que en esta ciudad la gente es muy graciosa.
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