Yo no no hice la mili, pero me fui de cámping con mi familia todos los veranos de mi infancia. Durante dos o tres semanas éramos nómadas; dependía de lo que cundiera la paga extra. La posesión más preciada de mi padre era una caravana: una preciosa Bürstner –siempre decía: «Los alemanes hacen las cosas bien»- que cuarenta años después todavía se conserva con dignidad. Con ella nos recorrimos España verano a verano: Galicia, los Pirineos, la Costa Brava, Alicante, Asturias, Cantabria... Para él, el cámping era una religión que cuadraba a la perfección con su espíritu austero y su pasión por viajar. Su argumento era que era más barato y podíamos estar más tiempo de vacaciones, pero sospecho que no se trataba de eso. Se ponía su uniforme de campista –gorrilla, camiseta del Pryca y zapatillas de lona azul con suela de goma– y le cambiaban la cara y el carácter: el adicto al trabajo desaparecía y emergía el 'homo vacacionensis', cuyas máximas preocupaciones eran leer el periódico, preparar la barbacoa y ganarnos al parchís.
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Irse de cámping en los años 80, en la era a. D. (antes de Decathlon) era una experiencia que te curtía como persona. No había tiendas que se montan en dos segundos ni estructuras de aluminio ni colchones autoinflables ni sacos de dormir ultraligeros. Todo era de hierro y de lona, pesaba mucho y costaba horrores montarlo. Armar nuestra casa portátil requería horas de trabajo en equipo y mis padres imponían una disciplina amable pero estricta: teníamos que clavar piquetas, estacionar y nivelar la caravana, colocar el avance y el suelo de exterior, llenar las garrafas de agua y montar la terraza con todos sus elementos: mesa y sillas plegables, cámping gas, sombrilla, lámpara, hamaca, barbacoa... Había una tarea que siempre nos disputábamos mi hermana Laura y yo: vigilar el nivel de burbuja. Era un chollo: sólo había que mirar el cacharro e irle diciendo a mi padre que subiera o bajara las patas de la caravana. ¡Te podías hasta sentar!
Una vez instalados, nos entregábamos a la plácida vida campista. Por las mañanas íbamos a la playa o hacíamos excursiones. Por las tardes, una vez cumplida la obligación de ir a lavar los platos en el lavadero comunitario (cómo lo aborrecíamos), mi hermana y yo éramos libres. Tardes eternas para explorar el cámping, hacer amigos, subir a los árboles, cazar insectos, montar en bici, hacer alguna picia que otra, devorar libros de Los Cinco y bocadillos de nocilla, bañarnos en la piscina (si había), jugar a las cartas, pelearnos por la hamaca, odiarnos y reconciliarnos.
En el cámping hacía calor y a veces frío, nos aburríamos a ratos, había bichos y, desde luego, no había buffet, miniclub ni piscina con animación. Pero si me preguntan a qué verano de mi vida volvería, se me viene a la cabeza aquel Renault 21 cargado hasta los topes, tirando de la caravana por un puerto de montaña, con las ventanillas bajadas –cuesta arriba teníamos que apagar el aire acondicionado– y preguntando a coro cuánto queda para llegar, papá.
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