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pedro luis gómez
Viernes, 26 de septiembre 2014, 02:29
«¿Qué si soy feliz ahora? Moderadamente. Ya te dije hace casi 20 años en una entrevista que ser feliz es una tontería». Privilegio de memoria de quien ya es parte de la historia, con mayúscula, de Málaga. Eso ocurrió hace unos días cerca de la parroquia del Corpus, donde tantas veces charlamos. Ayer, sin duda con gran disgusto suyo por su pavor al protagonismo, la vida ciudadana de Málaga, se alteró al mediodía como pocas veces: «Pedro Aparicio ha muerto», y la nocitia corrió como la pólvora, porque la figura de este hombre está unida, y no ahora que ha fallecido, de forma inseparable a la transformación de la nueva Málaga surgida al rebufo de la España de la transición y la democracia. Pero, ¿quién era el hombre y el político?, ¿cómo fue el primer alcalde democrático de Málaga de la historia contemporánea?, el mismo que durante 16 años rigió los destinos de la capital malagueña desde el sillón principal de la Casona del Parque tras conseguir en las urnas mayoría tras mayoría, algunas de ellas aplastante.
Cuando Pedro Aparicio llegó a la Alcaldía, 7 de cada 10 hogares malagueños no tenían agua corriente y/o saneamientos, aunque parezca algo imposible. Hoy, cuando ya nos vamos, la gente tiene agua y servicios, pero también instalaciones deportivas. Pocas ciudades, y lo digo con orgullo, han sufrido una transformación tan grande como Málaga.
Pedro Aparicio Sánchez fue un gran alcalde. Llegó al cargo siendo un médico prácticamente desconocido (número 2.094 del Colegio de Médicos de Málaga, especialista en cirugía vascular, cirugía general y aparato digestivo) para todos menos para sus compañeros de Carlos Haya, se convirtió, sin ser nunca un populista, en un verdadero ídolo de masas (era aclamado cuando iba montado en uno de los carruajes a su paso por las calles en las primeras ediciones de la Feria de Agosto que él salvó y refundó), y sin embargo sus amigos le tuvieron que recomendar que saliera por la puerta de atrás del Ayuntamiento el mismo día que se celebraba el pleno de constitución de la nueva corporación que lo sustituiría. Se negó. Salió por la puerta del Parque y aguantó los insultos de grupos de militantes del PCE que no entendían cómo su partido no apoyaba a Antonio Romero para ser alcalde. No se lo merecía. Ni por asomo. Ni el abandono que sufrió entonces de su propio partido, el PSOE. Pero así se escribe la historia, que suele ser justa con políticos de la talla, la honestidad y el señorío de Pedro Aparicio cuando pasan los años o el protagonista, qué pena, desaparece
Málaga cambió de la mano de Aparicio. Llegó de puntillas y salió igual, pero entre medios fue un coloso, un titán navegando una ciudad cargada de carencias, enfrentándose a todos los que hiciera falta (de su partido o de los rivales) y si no, que se lo pregunten al socialista Borrell cuando era ministro de Obras Públicas y vino a inaugurar la remodelada playa de La Malagueta: Para qué viene, si no nos pone ni luz, ni saneamientos, ni plazas para aparcar los coches Si esto es una chapuza, y disfrutando como pocos como cuando se reinauguró el Cervantes, con la Reina doña Sofía presente, y su amada música clásica como referente. Extremista solo en este tema: En el Cervantes solo habrá música clásica. Y bajo su mandato solo hubo eso, música clásica. Ni siquiera Rocío Jurado obtuvo permiso para actuar. Orgulloso de ser aficionado del Barcelona, lamentaba que muchos aficionados lo consideraran culpable de la desaparición del C. D. Málaga, cuando todos aquí saben quiénes son, porque con el dinero público no se puede ni debe jugar. Le gustaba pasear por Pedregalejo, por su calle del Corpus Christi, donde vivió las últimas décadas. Fumaba en cachimba, pero no se tragaba el humo. Estaba frustrado por el puerto, se fue entre otras cosas por eso, y porque no pudo rehabilitar La Coracha. Orgulloso como pocas veces antes el día que inauguró el nuevo parque cementerio de Málaga, San Gabriel, empeño personal suyo contra viento y marea: Aquí estaremos todos tarde o temprano, dijo a modo de broma a quienes lo acompañábamos en aquel acto. Se emocionó al despedir a Jorge Guillén, lo mismo que haría después a la muerte de Juan Hoffman y de Pérez Estrada, dos de sus tres grandes amigos en aquellos tiempos, a los que ahora hay que sumar, sin duda, a su admirado Manuel Alcántara. Se decidió a escribir en SUR tras muchos noes, y al menos rechazó 50 homenajes (dicho por él mismo, SUR, 24 de junio de 1995) al abandonar el sillón de la Alcaldía. En su casa de Pedregalejo disfrutaba con su enorme y culta biblioteca, porque era un gran lector, y allí solo había un recuerdo de su paso como alcalde: el primer bastón que como máximo regidor de la ciudad recibiera en 1979. No le gustaba la jarana y las fiestas multitudinarias ni por asomo, pero hizo la mejor feria del verano de España. No le gustaban los toros, pero siempre iba a entregar el capote de paseo en La Malagueta, donde recibió una inesperada bronca en la feria del 94, un detalle más del nefasto último año. Dolido con quienes tras ser sus amigos le pusieron querellas personales en esos 365 nefastos días finales en el Ayuntamiento, los perdonó con el paso del tiempo. Nunca salió en procesiones, pero respetaba a los cofrades y estos lo querían. Nunca iba a misa, pero monseñor Buxarrais, máximo regidor de la Diócesis, lo admiraba pública y privadamente. Gustaba de pasear por el paseo marítimo, se cabreaba al pesarse cuando engordaba y no le importaban las canas. Era un gran tipo, una excepcional persona, un caballero que fue alcalde de Málaga por la gracia de sus ciudadanos durante 16 años.
Siempre he dicho que la memoria de los alcaldes es efímera, y que seguramente los niños que ahora (15 de diciembre de1996) tienen 15 años no saben ni cómo me llamo, y dentro de diez años, menos. Ayer, Pedro Aparicio nos dejó de sopetón. Fiel a su humildad y su negativa al protagonismo, lo hizo sin avisar. Descansará para siempre en su amada Málaga, su capital del Sur de Europa (frase personal que tuvo gran recorrido) en su gran parque cementerio. Muchos se encargarán (nos encargaremos) de que el educado vecino médico del Corpus que llegó a ser alcalde sea recordado para siempre en la tierra que eligió para vivir y morir, y que no se cumpla su reflexión sobre el olvido... Casi nada. Cada una de las 22 entrevistas que le hizo este periodista en su vida terminaban igual: Petrus, ¡qué grande eres!. Aquella del 15 de diciembre de hace, ¡Dios mío!, 18 años, terminó así: Por si no lo sabes, ésta será la última entrevista que conceda hablando de mi época como alcalde. Adiós, admirado alcalde, querido ser humano, entrañable vecino Políticos como Pedro Aparicio hacen grande la tarea pública. Se fue de la Alcaldía desayunando el último día con la señora de la limpieza y con el policía municipal de la puerta de entrada. Dejó escrito en vida que no quería velatorios públicos. Por eso no se instalará su capilla ardiente en el Ayuntamiento, lo que hubiera sido de gran justicia. A muchos se nos hará muy duro no cruzarnos con él en la calle, pero especialmente duro será para María y para sus hijos, aquienes, eso sí, les quedará la satisfacción y el consuelo del recuerdo de haber estado al lado de un gran hombre. Descanse en paz. San Gabriel nos espera a todos.
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