

Secciones
Servicios
Destacamos
A Marta, nombre ficticio, historia real, le gustaban los ordenadores y el kárate, pasear con su perro por la playa y remolonear en la cama cinco minutos más antes de levantarse para ir al colegio. Tenía dieciséis años y una vida por delante con la que no quiso o no pudo continuar. Algo se le había roto por dentro, la había despegado del mundo hasta hacerla creer incapaz de coser la brecha. «Presenta inestabilidad emocional», resume el informe psiquiátrico de la Unidad de Salud Mental Juvenil del Hospital Clínico, que a modo de telegrama, con frases cortas, desteje el ovillo de trastornos que la atormentaban: «Incapacidad para vincularse. Sufrimiento frecuente por sentir que no tiene habilidades de comunicación. Se siente rechazada por sus compañeros. Se siente triste y mal. Tiene tendencia a obsesionarse con algunas cosas, como el 'anime'. Nivel intelectual superior al término medio».
Criada sin sus padres, con quienes mantenía una relación intermitente, vivía desde pequeña con sus abuelos, Juan y Lola: también nombres ficticios por petición propia. «Son sus figuras de apego y autoridad», constata el informe. Un juzgado formalizó la tutela en 2010. «Ahora estábamos luchando para adoptarla, para que le quedara nuestra pensión si nos pasaba algo», explican: «Pero se ha ido antes de tiempo». Porque Marta se suicidó el 10 de abril. Aquel sábado, en medio de la devastación, tuvieron un arrebato de claridad absoluta: a su nieta, generosa y compasiva, le hubiera gustado que donaran sus órganos. «¿Tenéis límites?», preguntaron en el hospital antes de advertirles de que la intervención sería larga y alteraría el proceso de duelo, sin posibilidad de ver el cuerpo: «No, salvad lo que podáis».
Ahora una mujer de mediana edad que se encontraba en tratamiento con hemodiálisis por insuficiencia renal crónica tiene el riñón derecho de Marta. A un hombre con la misma enfermedad le trasplantaron el riñón izquierdo. Dos chicas jóvenes han recuperado la vista con sus córneas. El hígado salvó la vida de una mujer en estado terminal: un código cero, como se denomina a los pacientes que necesitan un trasplante urgente para no morir en cuestión de horas. Su corazón late en un hombre de Madrid que padecía una dolencia cardíaca muy grave. Ellos no la conocieron, pero tendrán siempre una parte de Marta. Son sus seis nuevas vidas. La donación ha ayudado además a decenas de personas por el trasplante de tejidos y huesos. Una carta del Servicio Andaluz de Salud confirma que los receptores «se encuentran bien, empezando a recuperar la normalidad» tras las operaciones, y agradece «la generosidad» de Marta y sus abuelos: «Hay decisiones en la vida imposibles de entender y que producen un dolor infinito. Ustedes no sólo supieron cuidarla, sino que de ese dolor han sido capaces de regalar vida, y no hay un acto de amor mayor que ese. Marta estaría muy orgullosa».
Sus abuelos aún no han regresado a la casa familiar, en El Atabal, donde todo recuerda a ella. Primero alquilaron una habitación en El Palo y luego un piso en Torre de Benagalbón. Juan, un hombre alto y grande, se derrumba: «No pienso volver allí». Fue él quien encontró el cuerpo de su nieta. «No sé qué haremos, supongo que venderemos la casa», explica Lola: «Estamos hechos polvo. Marta era nuestra vida, las veinticuatro horas. Como una hija». Y enseguida se corrige: «Más que una hija, porque lo necesitaba. Sabíamos que teníamos que estar pendientes de ella en muchos aspectos. Nos daba pena verla tan triste». Pero no ignoraron que la salud mental de su nieta se tambaleaba ni cerraron los ojos a una realidad que cada vez afecta a más adolescentes. Por eso la llevaban a terapia cada lunes y pusieron su caso en manos de un psiquiatra que le recetó un tratamiento antidepresivo.
Pero, como después de cada suicidio, se acumulan las preguntas sin respuesta. «Marta no estaba preparada para este mundo, no pertenecía a este mundo», detalla su tía Laura: «Le decías: 'Ay, Marta, qué pendientes más bonitos', y se los quitaba para dártelos, aunque acabara de comprarlos. Era una niña muy desprendida». Por eso enseguida pensaron en la donación de órganos, antes incluso de que al hospital le diera tiempo a proponerlo. «Una vez», cuenta su abuelo, «le compré unos altavoces y a la semana siguiente no estaban». Se los había enviado a un chico que conoció por Internet: «No le importaba lo material. Como viera que alguien tenía una carencia, le daba lo que tuviera».
Marta no disfrutó de una infancia feliz, ni siquiera sencilla. Le diagnosticaron un retraso madurativo leve y problemas en el oído izquierdo que la obligaban a llevar un pequeño audífono, aunque nada de eso le impidió llegar hasta primero de Bachillerato sin pasar por clases especiales. «Y terminó la ESO con una nota media de 7,8», apunta orgulloso su abuelo. «Tenía su logopeda», añade la abuela. Porque hicieron todo lo posible para que Marta estrechara el agujero que sentía por dentro: logopedas, psicólogos, profesores particulares, entrenadores personales... «Lo que necesitara. Un día nos pidió una mesa y un ordenador 'gaming' y juntamos las dos pagas para comprárselos». Les torturaba la idea de que se sintiera discriminada por ser diferente al resto.
«Han dado su vida por esa niña», confirma la psicóloga Noelia Espinosa, de la Asociación Alhelí, dedicada a la prevención del suicidio y donde Lola y Juan acuden a terapia para derribar el silencio: «Necesitan hablar de ella. Es terapéutico hablar de las personas que se han ido. El silencio no aporta nada, sólo estigmatiza, enmascara y da más sombra y oscuridad a la muerte. Y no hablar del suicidio no reduce la estadística, ya lo hemos comprobado. Es un tsunami devastador». Allí, junto a familiares de otros suicidas, Lola y Juan aprenden a sacudirse la vergüenza y la culpa. Porque el duelo por suicidio siempre es un doble duelo: al trauma por la muerte de alguien querido se suma la incomprensión social, los «¿cómo no te diste cuenta?», el murmullo que hiere como una traición. «A menudo se sienten señalados, les queda la sensación de que podían haber hecho algo más. Pero la culpa es una trampa mental. Da igual lo que hagas», insiste Espinosa. En terapia intentan «desactivar» esas emociones que tejen una tela cruel que arrincona, a menudo hasta la asfixia, a los familiares.
Lola conoce bien los resortes de esa culpa. Cayó en su trampa durante semanas. Porque aquella tarde de sábado discutieron. La escena no puede ser más habitual en cualquier casa con adolescentes: «Mi marido se había ido a pasear y estábamos solas. Le dije que tenía que hacer un trabajo para el colegio: 'Se acabó el ordenador, que llevas un día horroroso, todo el día pegada a la pantalla'. Nos peleamos porque le quité el pincho de Internet, así que me fui a tomar un café». Luego Marta se suicidó. «Me he sentido culpable muchas veces por haberla dejado sola ese rato. La culpa es como el agua, se mete en todos lados». Pero ha aprendido, aunque a veces flaquee, que ese final no estaba en sus manos: «Muchas otras veces le habíamos quitado el pincho y siempre se buscaba la vida para coger Internet de algún vecino». Porque Marta «era brillante en cuanto a tecnología», interviene su tía. Por eso habían visitado las instalaciones de un centro donde iba a matricularse en un ciclo de Formación Profesional en Informática.
Era una destreza adquirida durante la búsqueda de un refugio en las redes sociales. Marta apenas tenía amigos y forjó la mayoría de sus relaciones al abrigo en ocasiones áspero de la tecnología, donde no todo es lo que parece. «Estaba en foros donde unos a otros se incitan a hacer cosas, a ver quién es el más valiente. Se hacía cortes en los brazos. Tenía una vida que no era real. Creo que idealizó la muerte», reflexiona su tía: «Cuando murió, revisé su WhatsApp y un desconocido le había enviado un mensaje: 'Me he enterado de que te has matado, idiota'». Sus abuelos llevaban años empeñados en romper ese muro: la apuntaron a los 'scouts', a clases de spinning y hasta a la parroquia. «Me decía: 'Lita', porque me llamaba Lita de abuelita», relata Lola, «esto es un rollo pero me tratan muy bien». Y yo le contestaba: «Pues con eso tienes que quedarte». También acompañaba a sus abuelos a los viajes del Imserso. «Estaban loquitos con ella», recuerda su abuelo. Pero el coronavirus interrumpió todo aquello y devolvió a Marta al aislamiento, a las relaciones virtuales. «Lo suyo», opina su tía, convencida, «es un daño colateral del coronavirus, lo tengo clarísimo».
Cada vez más jóvenes como Marta requieren atención psicológica y psiquiátrica. «El principal grupo de riesgo», explican desde Alhelí, «está entre 15 y 29 años». Aparentemente lo tienen todo, pero no saben cómo gestionar sus emociones, la salud invisible. A veces las crisis cursan agravadas por problemas como el acoso, la homofobia o los trastornos alimentarios.
«Mira la felicitación navideña que hizo a la familia», enseña su abuela, que despliega sobre la mesa decenas de fotos de Marta. «Yo quiero hablar de su bondad», insiste Juan, que por fin ha encontrado respuesta a una de sus miles de preguntas: «Se ha muerto de su enfermedad. Ya está. Porque la mente también enferma». Lola se aferra al nuevo destino de los órganos de su nieta: «Si algún receptor lo leyera y se pusiera en contacto con nosotros sería como si el corazón o los ojos de Marta me hablasen y me dijesen: 'Lita, estoy aquí, sigo creciendo'». Aunque sea en otros cuerpos.
Si tú o alguien que conoces está pasando por un mal momento: Llama al Teléfono de la Esperanza (717.003.717). En caso de emergencia o riesgo inminente, llama al 112.
Las intervenciones que se producen después de la donación de órganos nunca resultan fáciles, pero en el caso de Marta, por su juventud y su buen estado físico, requirieron la participación de más de cien profesionales de áreas como anatomía patológica, laboratorio, radiología o quirófano. Lo explica Domingo Daga, coordinador médico intrahospitalario de Trasplantes en Málaga: «Al ser una chica joven, sabíamos que la probabilidad de que los tejidos funcionasen en los receptores era mucho mayor. Vinieron equipos de fuera de Málaga, se movilizaron aviones y ambulancias... El despliegue fue muy grande». Daga confiesa que se trata de un caso «especial», con una dosis aumentada de «dramatismo», y estuvo en contacto con los abuelos de Marta durante las operaciones. «Nos llamó a las doce y media de la noche y nos dijo que todavía les quedaban al menos otras dos horas», recuerda Lola: «Le preguntamos qué habían podido salvar y nos respondió que la lista era muy extensa».
Daga reconoce que «darle sentido a una muerte así siempre es complicado», pero considera que la donación «puede atenuar el dolor de la pérdida, aunque el duelo haya sido y seguirá siendo tremendo». Mientras una familia atraviesa la peor tragedia de sus vidas, otras reciben la llamada que llevaban meses e incluso años esperando: «Es un acto de generosidad inmenso. Yo lo llamo el milagro del trasplante. Porque podemos comprar prótesis, antibióticos o pagar a cirujanos, pero los órganos no se fabrican ni se compran, dependen únicamente de la voluntad del fallecido y de sus familiares. Tiene un valor tan grande que no tiene precio».
Aunque asegura que «no hay ningún donante igual», el coordinador de Trasplantes incide en que «hay familias que te dejan un especial recuerdo, y éste es uno de esos casos que no olvidaré nunca». Por eso desea que la certeza de que Marta ha ayudado a otras personas «haga todo este proceso algo más tolerable» a sus abuelos: «Han sido muy generosos, como su nieta. Espero que las donaciones les ayuden a sobrellevar el golpe tan terrible que supone la pérdida de un ser querido, sobre todo cuando era alguien tan joven y tenía toda la vida por delante».
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Encarni Hinojosa | Málaga
Almudena Santos y Lidia Carvajal
Rocío Mendoza | Madrid, Álex Sánchez y Sara I. Belled
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.