Borrar
Carmen, Pepe, Merche y Ramón, en los Baños del Carmen. Ñito Salas
La vida después del suicidio

La vida después del suicidio

Carmen y Pepe perdieron a su hijo. Merche, a su hermana. Ramón, a su novia. Ahora estos supervivientes quieren romper el muro de silencio que rodea al suicidio, primera causa de muerte no natural

Sábado, 21 de noviembre 2020, 01:20

Alguien que pierde a sus padres es huérfano. Alguien que pierde a su pareja, viudo. Pero no hay una palabra que defina la condición de Carmen y Pepe. Ni siquiera el diccionario les ofrece cobijo. Su hijo Pablo tenía 31 años cuando se suicidó. «Somos supervivientes», proponen ellos como solución al vacío lingüístico. Pero el nombre es lo de menos. La vida sigue, aunque rota en tantos pedazos que no hay manera de recomponerla, de devolverla a su estado anterior: «No vuelves nunca a ser quien eras». El dolor resulta tan íntimo, tan inabarcable, que ni siquiera ellos, padres del mismo chico introvertido y sensible, lo sufrieron de forma parecida. Pepe entró «en una nebulosa». Carmen tuvo un arrebato de claridad absoluta. Cuando vio el cuerpo de su hijo ya sin vida, lo primero que les dijo a los técnicos de la ambulancia fue que Pablo hubiera querido donar sus órganos.

Luego se hizo un silencio denso, incomprensible. «Hay gente que ni siquiera nos ha dado el pésame», reconocen. Y ya han pasado más de dos años. El suicidio es la primera causa de muerte no natural en España, por encima de los accidentes de tráfico, pero continúa relegado a la oscuridad, a los comentarios entre dientes. A Pablo, cuenta Carmen, dejaron de nombrarlo: «Fue como si lo mataran después de muerto». Nadie sabe qué decir, cómo actuar. Por eso los familiares se sienten solos, desamparados. Pero el suicidio supone un problema de salud pública, y por tanto un reto colectivo. En Málaga alguien se quita la vida cada dos días. Aquel 2 de julio de 2018 fue Pablo a quien el mundo se le hizo demasiado grande. La sociedad no estuvo a la altura cuando sus padres necesitaron hablar de él. Y el poco consuelo que recibieron, repleto de buenas intenciones pero mal dirigido por desconocimiento, agravaba la culpa: «Nos preguntaron que cómo no nos habíamos dado cuenta. Hubo vecinos que agachaban la cabeza cuando nos veían».

Hablemos de Pablo para reparar la deuda social que genera el mutismo. «Era muy bueno, y no lo digo porque fuera mi hijo», se enorgullece Pepe: «Hacía cualquier cosa que le pedían. Siempre estaba dispuesto a ayudar». Pero algo se le quebró por dentro. «Le afectaba todo lo que ocurría en el mundo. Sufría cuando veía las noticias. Regañaba a quien contara un chiste homófobo, de inmigrantes o de cualquier colectivo». Para Carmen era un aliado, su cómplice: «No soportaba las injusticias. Dicen que los padres educamos a nuestros hijos, pero Pablo me enseñó más a mí que yo a él. Me valoraba como madre, pero también como mujer. Salíamos a comer, me llevaba al cine... Hablábamos mucho». Antes de que se suicidara estaban preparando un viaje a Galicia. Un día, cuando volvieron de hacer la compra, lo encontraron muerto: «No estaba enfermo ni tenía antecedentes depresivos». Su situación laboral llevaba años agujereando su autoestima. Es el único síntoma que detectan después de haberse preguntado miles de veces por qué: había entrado en la multinacional donde trabajaba su padre, por su intermediación, pero no consiguió más que casi una década de contratos temporales encadenados. Su madre, entera hasta ahora, tiene que dejar de hablar por el nudo en la garganta: «No falló ni un día. Iba cada vez que lo llamaban. Tenía la ilusión de que lo hicieran fijo, pero dejaron de contar con él. Lo trataron como si no valiera nada».

–¿Cuánto tiempo como máximo habéis pasado sin pensar en él desde entonces?

–Pepe: Uf. No llega ni a media hora, tal vez una hora algún día. A veces salgo en bicicleta con amigos y me distraigo, pero enseguida hay algo que me recuerda a él o alguien dice: «Pues mi hijo ayer...». Y ya está, ya ha dicho «mi hijo».

Pepe, padre de Pablo. Ñito Salas

Después de un año y medio de baja, Pepe volvió a incorporarse a la empresa para la que había trabajado durante más de tres décadas. Pero el regreso se le hizo insoportable: «No tenía sentido estar allí dos años más, hasta que me jubilara, así que hablé con el jefe de Personal y le dije que no podía rendir como siempre, que todo me recordaba a Pablo. Lo dejé». Tocaba sobrevivir, «rellenar los huecos del tiempo». Se refugió en la lectura y el ciclismo, pero también en los antidepresivos y los ansiolíticos. «Ahora estoy dejando la medicación. Al principio no sabía qué hacer, sólo quería dormir y no despertar. Pero poco a poco lo consigues, haces actividades que te vienen bien y te sientes mejor».

Carmen supo pronto que debía resolver el dilema que plantea cada suicidio: «Pensé 'O me quedo aquí o sigo viviendo'». Y decidió vivir «para ser la voz de Pablo», para animar a pedir la ayuda que él no pudo pedir. Entró a formar parte de la asociación Alhelí, dedicada a la prevención del suicidio, organización que le sirvió como «salvavidas», y se matriculó para obtener el título de experta en terapias emocionales y afrontamiento del duelo: «Intento que la gente no se sienta como yo me sentí, completamente sola». Desde entonces está empeñada en romper tabúes y derribar el muro de silencio que envuelve cada suicidio.

–¿Pero cómo se gestiona el suicidio de un hijo, todas las preguntas que no tendrán respuesta?

–Carmen: Pablo no quiso hacernos daño en ningún momento. No se suicidan sólo las personas con problemas mentales. Crees que el suicidio es algo que no te va a rozar nunca, pero puede suceder en cualquier familia. Todos tenemos crisis vitales. Y nadie es culpable pero todos somos responsables de silenciarlo. Hay que llorar porque alivia, hay que pedir ayuda. Que nadie se avergüence. Tenemos una sociedad que ha estigmatizado el dolor, la fragilidad y el llanto, sobre todo entre los hombres. De cada diez suicidas, siete son hombres. Les cuesta más pedir ayuda. Por eso hay que incluir la educación emocional como asignatura.

Carmen, madre de Pablo. Ñito Salas

Merche, profesora en la Facultad de Comercio, sigue llamando «mi Ana» a su hermana, que se suicidó hace once meses: «Solía decirle que no había nadie con quien me riera más. Era muy graciosa, todo energía y vigor, aunque también tenía mucho genio». Pero Ana se cansó de los zarpazos de la depresión, desgarradores en cada una de las cuatro sacudidas que sufrió: «Ella era una luchadora, pero no pudo más. Nos quería muchísimo. Quien hace esto no desea morir, sólo que deje de doler». No recuerda bien qué pasó cuando le comunicaron la noticia por teléfono: «Creo que grité». Luego le asaltaron las preguntas, que clavan sus colmillos como un depredador insaciable, y hasta la tentación de seguir el rastro de este viaje sin retorno: «Todos me dicen que tengo que hacer mi vida, pero he pensado muchas veces que esto no merece la pena». Merche ha dejado de hacer deporte, de leer, de reír: «Sólo quiero hablar con otros supervivientes».

Se refiere a sus compañeros en las terapias de Alhelí, que pronto estrenará una sede en Soliva donada por el Ayuntamiento de Málaga. Allí, en grupo, exorcizan fantasmas comunes, conscientes de los límites de la empatía: «Sólo quienes hayan pasado por esto nos entienden del todo». Pero hay otras cuentas pendientes, como el aislamiento que asfixia a las familias tras cada suicidio, que pueden saldarse con información. Porque falta sensibilización social y sobran hermetismo y mitos que a menudo se extienden como una telaraña cruel: «A veces te dicen cosas que duelen, como 'Tenéis que respetar su decisión'. ¿Qué decisión? Es una enfermedad. No es una decisión si la persona cree que no tiene alternativa. Te hacen sentir peor». Cuando alguien muere, sus redes sociales se llenan de mensajes y homenajes. En las de Ana nadie publicó nada, hasta que sus hermanas subieron un texto: «Escribimos que había sido una guerrera. Nunca hemos querido esconder su suicidio, pero hasta que publicamos aquello nadie compartió nada, ni un solo mensaje. Y ese silencio duele porque me encanta hablar de mi hermana».

Hablemos de Ana. «Era la caña, un bellezón. ¿Te enseño fotos?», pregunta Merche: «Era inteligente, rápida, ingeniosa como ella sola. Si estuviera aquí... Trabajaba en la joyería familiar y tenía muchos amigos, hasta el punto de que una de ellos pidió vacaciones y se hizo más de ochenta kilómetros para acompañarla cuando tuvo la última depresión». A Ana, «mi Ana», que en boca de su hermana suena todo junto, le gustaba contar chistes y disfrazarse en Navidad.

Merche, hermana de Ana. Ñito Salas

–¿Cómo se sobrevive al suicidio de alguien tan querido?

–Merche: Todavía me estoy haciendo esa pregunta. Te aferras a la vida. Pienso en mi marido y en mi familia, que son mis grandes apoyos. También estoy dando clase, aunque al principio estuve de baja. Ahora, como las clases son telemáticas, pongo una fotografía de mi Ana en la mesa, así que pienso en ella cada cinco minutos.

–¿Por qué te haces eso?, ¿no es ahondar la llaga?

–Merche: No puedo remediarlo. No he vuelto a salir con amigos, he perdido la capacidad de concentración. La veo todo el tiempo. Es imposible olvidarla. Y no quiero.

El suicidio se presenta como la solución permanente a un problema a menudo pasajero, pero la tristeza y la depresión estrechan la mirada y la conciencia crítica. Es lo que los psicólogos llaman «visión en túnel», que altera los sentidos al cegar parte de la realidad y generar impulsos que pueden ser lesivos e incluso letales. La montaña de falsas creencias bajo la que el suicidio ha permanecido oculto durante siglos, como que quien quiere suicidarse no avisa o está llamando la atención, que es un tema del que no debe hablarse o que todos los suicidas padecen un trastorno mental, aumenta el dolor de los familiares, ya de por sí agravado por la culpa, que se manifiesta de forma sutil o apabullante, pesada como una losa.

Ramón, pareja de Paula. Ñito Salas

Ramón, profesor en una autoescuela, perdió a su novia en enero de 2019. Llevaban tres años juntos. Aún está cosiendo la herida: «Me he sumergido en el trabajo. No he vuelto a tener pareja. No sé si podré. Sólo quiero estar solo. Me da miedo pensar que pueda ocurrir otra vez, que alguien a quien quiero se suicide como hizo Paula. En cuanto escucho una queja de alguien se me ponen los vellos de punta». Como medida de protección, se ha distanciado de su familia: «No tenemos mucha relación. Prefiero desahogarme en casa, solo». Hablemos de Paula: «Era bonachona. Bastaba mirarla para darse cuenta. Si veíamos a un hombre merodeando cerca del coche, yo pensaba que quería robar y ella que se le había caído algo y lo estaba buscando».

Carmen, Pepe, Merche y Ramón volverán el miércoles a terapia, el escudo que les ayuda a atravesar el huracán de preguntas sin respuesta y emociones desatadas que genera el suicidio, «el único problema filosófico verdaderamente serio» según Albert Camus. Saben que hablar del suicidio contribuye a prevenirlo. Que, aunque en el caso de sus familiares ya sea tarde, otros aún están a tiempo.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

diariosur La vida después del suicidio